Hace 31años, Fidel Castro advirtió al mundo que la especie humana estaba en peligro de extinción. El alerta estratégico sonó en junio de 1992, en Río de Janeiro, en la Cumbre de la Tierra, convocada por Naciones Unidas.
Semejante alarma sigue tomando cuerpo, peligrosamente, en la continuidad del derroche de los recursos elementales de la vida, que vigoriza los pilares de la explotación económica del capitalismo.
Según la propia ONU, por cada grado de aumento en la temperatura media mundial, se prevé una disminución del 20 por ciento de las fuentes sostenibles de agua.
La sobrexplotación de los acuíferos encontró su correlato reciente en las crisis por “inusuales” sequías en España, Francia, Estados Unidos, Argentina y Uruguay, entre otros sitios del planeta.
En Montevideo hoy no hay agua potable. Mientras, sus gobernantes alternan acciones lastimosas entre conseguir agua envasada o pedir, displicentes, lluvias al cielo, en un entorno mayoritariamente agnóstico de la población y a la que todo se le silencia sobre explotaciones industriales que consumen a diario miles de litros de agua dulce.
Es así que, a la explotación agrícola de alta intensidad y la instalación de las pasteras, se suman ambiciosos proyectos de empresas multinacionales. Asoman desde el plano del secreto, contratos que garantizarían la instalación de una planta para producir hidrógeno verde y el propósito de Google de levantar, en el departamento de Canelones, un ‘data center’ que nunca se apagaría, lo que supone la toma de caudales extraordinarios de agua para mantener las máquinas refrigeradas.
La violencia ambiental y la injusticia geopolítica han desembarcado con insolencia en nuestros territorios. Y el colapso obliga a deslindar responsabilidades, ya que es comprobable que sólo el 12 por ciento del agua potable en el mundo es consumida en los hogares, mientras que el 88 por ciento restante se emplea en explotación industrial y agrícola.