Suele expresar la poesía y la narrativa literaria orientada hacia los bordes del desamparo social, que existen rasgos de belleza en la tragedia. ¿Será verdad? Algo así como salir a bailar en la cubierta del Titanic cuando el naufragio del coloso es inminente y advertir el encanto de unas cadencias y movimientos atractivos. ¿Dónde estarán ocultos esos rasgos de belleza cuando la química envenenada del desastre prevalece? ¿En qué coordenadas del tiempo y del espacio se encuentran escondidos? ¿Cómo verlos? ¿Cómo identificarlos? ¿Cómo definirlos sin caer en grandes sofisticaciones?
Si se admite con enorme generosidad y fe poética que la catástrofe siempre encierra un hálito de belleza que hay que descubrir, seguro que esa belleza tan particular es intangible. Y que solo podría capturarla con precisión y agudeza una mirada artística muy receptiva y sensible a los hechos, los desenlaces y las consecuencias. Sin el valor sustantivo de esa mirada y esa lectura refinada, necesariamente amplia e inteligente, el escenario cruel del desamparo y la desolación se queda congelado en la contemplación pasiva del caos. En el ritual explícito y excluyente de la tragedia. Y del derrumbe disfrazado de un eventual progreso.
Cuando arrecian las tormentas implacables, las que van a dejar huellas, las que hieren el cuerpo y el alma, de ninguna manera alcanza con describirlas. Con medirlas. Con anticiparlas. Con interpretarlas. Se precisan otro tipo de contenidos, de respuestas y de campos de acción, más allá de las observaciones y rechazos más o menos convencionales que nunca faltan.
Se precisa la dimensión del arte en todas sus manifestaciones. Del arte a la altura de las circunstancias y sobre todo de las urgencias. Del arte en clave existencial y política. No del panfleto oportunista que se desmaya en la víspera. No de la tribuneada para encender los corazones de las audiencias intensas. No de la puteada indignada por la puteada en sí misma que solo opera como una descarga espasmódica que no produce ningún efecto valioso.

Se precisa del arte como un elemento vital de la denuncia, la propuesta y la resistencia tan activa como perdurable. Del arte en la música, en el cine, en el teatro, en la pintura, en la escritura, en el deporte, en la televisión, en la radio, en las redes, en el streaming, en las plazas, en las esquinas, en las calles de asfalto y de tierra. Del arte que se compromete, sin fisuras ni sobreactuaciones con los rituales conmovedores de la vida. Y no que la ve pasar mirando para otro lado mientras desde las cúpulas se celebran las pulsiones de la muerte prematura.
Sin el acompañamiento del arte más vanguardista, más pretencioso o más lineal, transformar el barro en una herramienta de construcción virtuosa sería una tarea imposible. Durante el tránsito ruinoso de la destrucción es cuando más se requiere que aparezcan los relieves y ribetes artísticos que promuevan una sustancia reveladora, una emocionalidad comunitaria, una marca fuerte y un registro potente. Como ocurrió, por ejemplo, con el neorrealismo italiano de la posguerra. En la destrucción total surgieron las grandes inspiraciones. Y las grandes influencias que trascendieron, con holgura, las pantallas cinematográficas.
El cine pintó a Italia. E Italia pintó al cine. A la música. A los poetas. A los autores. A los creadores. A los artistas e intelectuales consustanciados con su tiempo. A la gente anónima. A los representantes de la gente anónima. A las celebridades que se convirtieron en tales cuando abrieron surcos en las memorias que nunca olvidaron. Porque le dieron un significado muy potente a la tragedia y a la reparación simbólica y real de la tragedia.
“No se puede hacer ajuste en el desarrollo educativo. Hacer ajustes en educación es para un país un suicidio programado. Es criminal”, aseveró el Papa Francisco pocos meses antes de su despedida. Mientras que el ensayista, filósofo y revolucionario cubano José Martí (1853-1895) desde su pensamiento pedagógico, planteó que “la educación es como un árbol: se siembra una semilla y se abre en muchas ramas”, abarcando escenarios que trascienden a la misma educación.

Afirmar que es indispensable e imprescindible proteger, abrazar y estimular la visualización y el desarrollo de los procesos artísticos y educativos, es calificado desde una platea reaccionaria y agresiva subordinada al capital, como una contribución al vapuleado populismo, defenestrado y aborrecido por las derechas globales, complacientes con los ajustes más salvajes y retrógrados.
Aquellas derechas y estas ultraderechas que le tienen pánico declarado al arte. El miedo y la represión los convoca y los define. Si no les estuviera vedado, quisieran suprimir todas las manifestaciones artísticas. Prohibirlas. Cancelarlas. Y arrojarlas a hogueras que la historia reconoce. Entienden, con razón, que el arte no los incluye ni los va a incluir ni les pertenece. Que está en la vereda de enfrente, salvo excepciones clamorosas que no logran impulsar ninguna tendencia.
Esa poesía y belleza universal que puede refugiarse y anidar en la catástrofe (como lo hizo Héctor Germán Oesterheld con su creación de El Eternauta, ahora reivindicada en una serie de alcance y repercusión mundial), se articula y se subleva en los pliegues del arte hasta reconvertirse en un combustible genuino de las mayorías. ¿Cuándo? ¿Dónde? En el momento y en el lugar que lo determine el pueblo organizado.