La realidad de América Latina es caótica y desastrosa en lo que respecta al acceso a necesidades básicas. Las proyecciones individualistas se acentúan aún más con el aislamiento que generan las nuevas formas de comunicación, y la posibilidad de organización entre los trabajadores se diluye frente al avance del home office. Así, la búsqueda de una vida más digna pareciera quedar librada al mero esfuerzo individual.
Dentro de este contexto, es entendible que cueste mirar los problemas y victorias de otras latitudes geográficas. “¿Para qué preocuparme por lo que pasa en África si acá hay tanto por cambiar?”, se podría escuchar. Sin embargo, los abordajes nacionalistas de las problemáticas sociales son una herencia más del fascismo. Por eso creemos en la solidaridad entre pueblos, en aprender de otras experiencias, en tejer redes más allá de las fronteras.
África comparte con América Latina una historia de opresión. Somos parte del Sur global.
Pero en muchos países africanos la violencia estructural, el hambre y el saqueo de recursos han alcanzado niveles aún más extremos. En este escenario, hay un país que hoy llama la atención: Burkina Faso.
Tras el proceso de colonización del continente africano en el siglo XIX —cristalizado en la “Conferencia de Berlín” de 1884-1885, donde las potencias europeas se repartieron África—, Francia se apropió del territorio de Burkina Faso, entonces llamado Alto Volta.

En 1960, Burkina Faso logró una independencia formal, aunque no real. El saqueo económico, el control político y la subordinación cultural a Francia continuaron.
Durante los años 60 y 70, una primera ola de luchas anticoloniales recorrió el continente: Angola, Mozambique, Guinea Bissau y otros países se levantaron en movimientos populares que cuestionaban el dominio europeo y el imperialismo. Inspirado en estas experiencias, en 1983 el pueblo burkinés protagonizó una transformación profunda bajo el liderazgo de Thomas Sankara.
Dentro de las transformaciones llevadas a cabo en ese momento, se cambió el nombre del país —de Alto Volta a Burkina Faso, “la tierra de los hombres íntegros”— y se lanzó un ambicioso programa de redistribución de tierras, desendeudamiento, alfabetización, soberanía alimentaria y avances feministas —se prohibió la mutilación genital femenina, el matrimonio forzado y se promovió el liderazgo de las mujeres en todos los niveles—.
El imperialismo europeo, no toleró este tipo de experiencias emancipadoras. En 1987 Thomas Sankara fue asesinado en un golpe de Estado organizado por su ex compañero y ministro de defensa, Blaise Compaoré, con el apoyo de Francia. Así durante décadas, Burkina Faso volvió a estar bajo gobiernos serviles al colonialismo.
En los últimos años, una nueva figura ha despertado nuevamente la chispa del anticolonialismo con Ibrahim Traoré como líder del mismo.
Desde que esta nueva organización se hizo cargo del gobierno, Burkina Faso ha comenzado un proceso de transformación social drástico. Se cortaron lazos militares, diplomáticos y financieros con Francia, se salió de la Francofonía (asociación de países que tienen el francés como idioma oficial) y junto a Niger y Mali de ECOWAS (Comunidad Económica de Estados de África Occidental —brazo político de los intereses coloniales—); se nacionalizaron minas de oro; se impulsó a la soberanía alimentaria a través de la industrialización; y se dio una reconversión del ejército en una fuerza popular.
Como señala el youtuber mexicano Diego Ruzzarin (Jaque Mate al Sistema), no sorprenderá que los grandes medios empiecen a atacar esta nueva ola emancipatoria. De hecho, ya hubo varios intentos de asesinar al actual líder de este movimiento.
El mundo pareciera estar cada vez más lejos de ser justo. La concentración de riquezas en manos de unos pocos sigue avanzando, mientras crecen el hambre, la violencia, el consumo como modo de vida, y la alienación. ¿Será Burkina Faso una posibilidad de resistencia contra ello?