¿El odio extendido es también miedo? ¿El resentimiento mal canalizado es también miedo? ¿La agresión verbal desatada y permanente es también miedo? ¿La descalificación brutal y salvaje del adversario político es también miedo? ¿La represión criminal institucionalizada es también miedo? ¿La mentira flagrante es también miedo? Quizás no lo parece. O en realidad parece todo lo contrario. Porque revela en principio una actitud (fallida) que pretende ser dominante. Una postura e iniciativa de sometimiento que finalmente delatara su claudicación. Y una fortaleza que no es tal para imponer condiciones en escenarios críticos y urgentes.
Pero detrás de las apariencias, nunca infranqueables, se perciben sin demasiado esfuerzo los hilos propios de la debilidad estructural de las ultraderechas que suelen avanzar hacia el fascismo. Es el diseño y el maquillaje que intenta tapar el verdadero y auténtico perfil. El perfil inocultable de la catástrofe y el miedo. Su génesis. Su objetivo disciplinador. Y su tránsito mafioso plagado de sobreactuaciones muy fáciles de advertir.
El filósofo y escritor surcoreano Byung- Chul Han, en su último libro, El espíritu de la esperanza, se explaya sobre los alcances existenciales y tangibles del neoliberalismo. Y expresa: “Se ha difundido un clima de miedo que mata a todo germen de esperanza. El miedo crea un ambiente depresivo. Los sentimientos de angustia y resentimiento empujan a la gente a adherirse a los populismos de derechas. Atizan el odio. Acarrean pérdida de solidaridad, de cordialidad y de empatía. El aumento del miedo y del resentimiento provoca el embrutecimiento de toda la sociedad y, en definitiva, acaba siendo una amenaza para la democracia”.

Observar los pliegues sinuosos de esta dinámica es ver la pulsión aniquiladora con la que se retroalimenta y se reproduce la fragua del orden capitalista. Destruye la autoestima de la sociedad para erigirse en el protagonista excluyente del destino colectivo. Infunden miedos desde los medios audiovisuales y plataformas digitales. Anticipa, sin herramientas convincentes ni razones sólidas, desastres imparables. Anuncia derrumbes sanitarios, ambientales, pandemias, desintegración, muerte. Falsea datos con una impunidad asombrosa. Manipula estadísticas con una arbitrariedad carnavalesca. Aleja por completo la posibilidad de vivir sin angustias y padecimientos que deberían naturalizarse, según su construcción argumentativa. Y miente y no para de mentir sin recibir a cambio casi ninguna sanción ni condena social homogénea y masiva. Es la mentira aceptada en muchísimos casos como una verdad revelada. O la mentira incorporada en el día a día como una sustancia muy influyente del ciclo natural de la política cotidiana.
Vale tener presente que el miedo y la mentira siempre formaron parte de los capitales constitutivos del sistema de dominación. No son solo meros complementos. No son relieves secundarios que se desvanecen en la orilla. Son contenidos centrales que necesitan ser alimentados las 24 horas de cada jornada. Es la manifestación descarnada de la política basura. La política envenenada que se nutre desde el territorio estatal. La política al servicio de la tragedia colectiva. O de la “miseria planificada” como lo denunció Rodolfo Walsh en su memorable carta abierta a la dictadura genocida de 1976.

En esta dirección, apuntó el Papa Francisco en el encuentro del pasado 25 de septiembre con los movimientos sociales de distintas geografías del mundo, cuando en el simposio titulado Plantando bandera frente a la deshumanización, afirmó sin estridencias ni ambigüedades: “Una cosa que me preocupa es que avanza una forma perversa de ver la realidad, que exalta la acumulación de la riqueza como si fuera una virtud, cuando acumular no es virtuoso, distribuir, sí”.
Es tan evidente el volumen y la densidad del monstruo que fue modelando la valorización financiera (generar dinero especulando con la compra y venta de activos sin producir bienes, servicios ni inversión) subordinada a las reglas escritas y no escritas del régimen capitalista, que el Jefe de Estado del Vaticano se paró del otro lado del mostrador. Y exclamó, planteando su reclamo de distribuir la riqueza: “Esto no es comunismo, es el Evangelio”.
Si es el comunismo o el Evangelio, no es hoy lo esencial. Lo más importante es saber diferenciar el cielo del infierno. Aunque tengamos o no fe religiosa.