24 enero, 2025

Mané Garrincha, el hombre alado

Por Eduardo Verona.

Periodista. Miembro de conducción de UTPBA.

Fue y es un misterio. O una tragedia. Pero parece una farsa. O un drama reconvertido en ficción. Mané Garrincha, a 42 años de su muerte, volvió a gambetear. Otra vez. Volvió a meter un freno y un amague, desparramar por el piso a los ángeles del escepticismo y la incredulidad y su cuerpo leve se continúa evaporando como se evaporan los duendes en las noches urgentes.

A fines de mayo de 2017 ese cuerpo leve de Mané que tenía que estar en un lugar y un espacio físico determinado (el cementerio municipal de Río de Janeiro en la Baixada Fluminense), no fue hallado. Y nadie hasta hoy sabe dónde está.

La historia oficial confirma que se había decretado la muerte de Garrincha el 20 de enero de 1983 en Rio de Janeiro a los 49 años como consecuencia de una vida similar a la que vivió aquel personaje de Vadinho (lo encarnó el fallecido José Wilker) en la estupenda película brasileña de 1976, “Doña Flor y sus dos maridos”, también protagonizada por la belleza al natural de Sonia Braga, con música de Chico Buarque, voz de Simone y dirección de Bruno Barreto.

Garrincha era Vadinho en la exaltación poética de casi todos los excesos deseados y no deseados que la vida nos pone arriba de la mesa para que cada uno se sirva lo que más quiere. Fue alcohólico irrecuperable, mujeriego sin pausas, visitante ilustre de todas las noches y todos los amaneceres, amante de quien se dejara amar, celebrador de cualquier celebración, desprendido hasta el delirio y siempre muy dispuesto al encuentro compartido con una cerveza o una cachaza o aguardiente de por medio.

A diferencia de aquel Vadinho tan lírico, romántico, versátil como despojado e irreverente, Mané Garrincha jugaba al fútbol como los dioses. Hasta podría decirse sin caer en la desmesura que nadie jugó como él. Que nadie lo interpretó con la libertad absoluta que lo interpretó él. Que nadie bailó en la cancha como él. Bailó sobre la pelota y bailó a los marcadores que quedaban borrachos y avergonzados en la alfombra verde.

En esa mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus que la inspiración y el talento de Horacio Ferrer tradujo en la “Balada para un loco” en comunión con la armonía musical de Astor Piazzolla, Mané, perfilado como puntero derecho del Botafogo y de la selección brasileña campeona del mundo en Suecia 58 y Chile 62 (también jugó en el Mundial de Inglaterra en el 66), quizás fue la síntesis más perfecta y acabada del fútbol transformado en un rito festivo.

Fútbol igual a fiesta. Fútbol para despertar bellezas, alegrías y sonrisas genuinas.Por esa ruta del desenfado no agresivo transitó su elocuencia genial para comunicar su arte intransferible. Ni Pelé en su máxima expresión acarició una creatividad tan bella y tan salvaje como la que expresó Mané.

Seguramente por eso y por otras cosas más terrenales, Pelé no alcanzó en el Brasil profundo el reconocimiento y la idolatría total de la que gozó Mané en los sectores más populares y más postergados. Pelé, poco a poco, se fue distanciando del pueblo. Mané siempre formó parte. En la gloria y en el hondo bajo fondo.Es cierto, para la comunidad mundial del fútbol los cinco reyes, sin necesidad de rankearlos, son Pelé, Maradona, Messi, Cruyff y Di Stéfano, aunque la biografía de Messi todavía está incompleta. En esta lista siempre inconclusa, Garrincha suele no aparecer. Y no va a aparecer aunque todo se ponga en duda.

No interesa demasiado. Lo que más interesa es lo que permanece. Como Pelé, Maradona, Messi, Cruyff y Di Stéfano, Pero Garrincha reveló en su recorrido tumultuoso por la vida, más que ningún otro, el derrotero del hombre que aún ganando todo se sabía de manera inevitable que iba a perder todo. Porque se sabía. Lo anticipaba. Se veía hasta en sus sombras.

Y se anunciaba que iba a perder todo allí en la cima. En la cumbre de las cumbres que en muchas ocasiones precipitan otros desenlaces. Ese descenso del hombre imperfecto hasta la exasperación es también la magia imperfecta que encierra la figura colosal de Mané. Un jugador que excedía el rol clásico de un jugador. Un wing que rompió en mil pedazos la definición de un wing. Un hombre naif (lo era ciertamente) que sin saberlo reivindicaba con gestos y palabras el universo de las inocencias. Y las revindicaba dentro y fuera de las canchas. Aunque en la cancha era un demonio entrañable.

Fue, sin dudas, el pasajero de una aventura irrepetible. Y el protagonista de un sueño imposible que siempre se renueva. Verlo ahí, vestido como jugador del Scratch en su última aparición pública, sentado, casi inmóvil y con una sonrisa artificial defendiendo los colores verde y rosa de la scola Mangueira en los carnavales de Río de Janeiro el domingo 17 de febrero de 1980, mientras el samba enredo “Coisas nossas” explotaba en Marqués de Sapucaí, fueron las dolorosas imágenes del naufragio inevitable. De la soledad. Del deterioro. Y del existencialismo más cruel.Tres años después, sin golpes de efecto ni cosmética marquetinera, Mané se despedía.

A 42 años de aquella despedida que tuvo una escala monumental y conmovedora en el viejo y legendario Maracaná cuando una multitud desolada lo acompañó para eternizarlo, se descubrió que desde mayo de 2017 a Garrincha se lo había tragado la noche.

El hombre de cuerpo leve que siendo un niño había sufrido polio, no está donde debería estar. Alguien se lo apropió. O muchos pretendieron hacerlo como pasó antes, en otro contexto con Evita. O con el Che Guevara. La profanación consumada. El misterio insondable, en este caso despojado de contenidos ideológicos y políticos. La historia, como sostenía Karl Marx, suele repetirse primero como tragedia y después como farsa.

Mané Garrincha, ese hombre alado que como una flor silvestre expresó la dimensión del talento bailando al borde de los abismos, supera cualquier encuadre. Y cualquier definición. Y hasta es capaz de gambetear una y otra vez el rictus congelado de la muerte.

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