Se fue William, nos dicen, y automáticamente se genera un vacío que de inmediato se llena de tristeza. Lo que tuvimos la suerte de cruzarnos en su camino no necesitamos escuchar más que su nombre para saber de quién estamos hablando.
Un tipazo de gran estatura física y enorme estatura moral, compañero y amigo de convicciones fuertes y gentiles y un don de la solidaridad y el compromiso sin alharacas que remiten a otros tiempos.
Alguien de quien muchos aprendimos más que el oficio, al que lo emparentaba su condición irrenunciable de laburante por encima de la profesión en la que tantos otros ocultan sus miserias.
William era un decir descarnado y fino a la vez, que podía arrancarte una lágrima o una carcajada con idéntica facilidad, sobre lo que realmente vale la pena ser contado.
Pero por sobre todo, era un hacer y un ser que nos demostró hasta el último suspiro como se lucha por todo aquello en lo que uno cree e incluso por la vida misma.
Coherente y consecuente, condiciones difíciles de repetir y aún más difíciles de encontrar por estos días que nos permiten entender mejor a este entrañable uruguayo de apellido Puente.
Por sus venas corría sangre verdiblanca, los colores de su amado Racing de Montevideo (de Sayago, como solía corregir al identificar al barrio de su pertenencia) y que lució en la despedida alguno de sus seres queridos a modo de homenaje.
También roja, que remite a la pasión que compartía por Independiente de Avellaneda, su romance futbolero de este otro lado del charco, y a la Internacional, con la que quiso despedirse y lo hizo, como él mismo "ordenó", rumbo a su última morada en medio del aplauso infinitamente merecido e inevitablemente cargado de un emoción imposible de reprimir.
Una síntesis del amigo y compañero que tal vez envejeció demasiado pronto por esa costumbre de celebrar su cumpleaños cada viernes de picadas en el trabajo con la única excusa de reforzar la camaradería porque en esas épocas, como solía decirnos, "comíamos y nos queríamos".
Imposible eludir aquellos tiempos, pero por sobre todo estos últimos y más dolorosos en los que siguió dándonos lecciones, aunque la enfermedad intentara atentar contra su deseo. Te vamos a extrañar amigo y maestro, los que hoy te lloramos con un dejo de egoísmo al saber que ya no te tendremos.
Volveremos a sonreír al evocarte y al sentirte siempre presente a pesar del dolor de tu partida, que nos acompañará hasta el día en que también nos toque partir.
Me consuela imaginarte caminando nuevamente y como antes por las calles de tu Mataderos adoptivo o en alguna marcha rumbo a la Plaza de Mayo de Buenos Aires o por la 18 de julio de Montevideo reivindicando lo que merece reivindicarse, una postal de lo que fue tu vida.
Dicen que las buenas almas se reencuentran. Ojalá merezcamos que suceda para poder darte el abrazo que nos quedó pendiente. Hasta la victoria siempre, querido hermano y compañero.