19 septiembre, 2024

La cultura secuestrada

Por Eduardo Verona.

Periodista, Miembro de conducción de UTPBA.


¿Está disociada la cultura de la capitalización financiera? Sí. ¿Está conectada la cultura de manera directa con valores y relieves estrictamente económicos? No. Las tradiciones y legados históricos legitiman las dos respuestas abreviadas, primero en un “sí” y después en un “no”.

Sin embargo, en los libros escritos y no escritos de las derechas abrazadas al neoliberalismo, la cultura que pretende desideologizarse para luego poder adquirir un perfil ideológico liberal se enfoca en un punto crucial: mercantilizar y monetizar las disciplinas culturales que el Estado respalde, promueva o financie desde la palabra y el apoyo mediático de las corporaciones con sus eslabones de mercenarios reconocidos.

Según esta lógica descarnada, nada se hace por amor al arte. Nada que no se compre y no se venda. Nada, en definitiva, que se constituya en una inversión sin retornos. Si no hay retornos a la vista o inminentes, se bajan y clausuran todos los telones, aun aquellos que puedan gozar de prestigios unánimes. No importan los prestigios. Importan los retornos.

Así interpreta el liberalismo más salvaje o más moderado -o leve- su presencia y acción en los campamentos culturales que quiere colonizar en función de sus intereses. ¿A quiénes quieren satisfacer? No precisamente a la comunidad. No a los espacios públicos. No a la educación popular. No a la gente, en general. Y sí a la expresión del hombre o la mujer que se sienta parte de una burbuja financiera que revindique la cultura al servicio de las elites enraizadas en la clase dominante.

Del poder que baja o sube el pulgar y determina rumbos y destinos. Del poder del capitalismo que termina construyendo y vendiendo una ideología planteando que lo suyo no es ideológico sino un curso habitual de la vida y de la muerte que no acredita ni habilita ninguna otra consideración. Porque se aprueba y se naturaliza la conducta mercantilista.

¿Qué cultura es capaz de celebrar el liberalismo? La cultura que privilegia el retrato embellecido de la individualidad. Del individuo consagrado por encima de la comunidad. Del héroe solitario que cree vencer todas las penurias y adversidades sin otra ayuda que su propia alma y corazón. Y sobre todo, que intenta articular su interés y vocación con una mirada económica que privilegie una respuesta redituable. Una mirada que comulgue con una prestación que adquiera un tono financista. Un ida y vuelta de devoluciones ya revelado de antemano.

Este tipo de manifestaciones culturales son asimiladas por las derechas como episodios que neutralizan rebeldías colectivas que viajan en contra del sistema. El escritor y pedagogo Carlos Skliar, investigador del Conicet y de Flacso, en una entrevista que concedió hace unos meses a la periodista Bárbara Schijman, afirmó: “Hoy lo colectivo está bajo sospecha, como si se tratara de un vicio, de una amenaza o una defensa de privilegios”.

A continuación, marcó un camino: “Creo que habrá que diversificar e intensificar las formas de lo colectivo. Uno instintivamente diría, hay que interrumpir de un modo efectivo la infame precariedad, la pérdida del trabajo y la violencia del poder. Pero las escuelas, los profesorados, las universidades públicas, aún en esta precariedad absoluta que pone en riesgo todo su presente y toda su historia, siguen y seguirán siendo comunidades de pensamiento, de lectura, de conversación, de conocimiento. En fin, lugares y tiempos para elaborar de otra manera el estar juntos. Y no hay forma, pienso, espero o deseo, de contrarrestar esta fuerza”.

Si en lugar de esa “fuerza” a la que apela Carlos Skliar, en cambio prevalece la diáspora, la quietud, el desaliento irremediable, el oportunismo disfrazado de parsimonia y la búsqueda frenética de la satisfacción instantánea en las redes cloacales o fuera de ellas, el botín de la batalla cultural siempre subestimada por ser un valor que parece abstracto, será una medalla ofrecida a los abanderados del caos autoinflingido.

Del caos planificado como estrategia y objetivo de la sumisión colectiva que finaliza en una rendición incondicional. ¿Qué sería esa cultura como un producto del toma y daca? Un retazo denigrado sin valor simbólico ni real. Todo lo contrario de lo que representó aquella movilizadora y estupenda experiencia que fue Teatro Abierto en 1981, consagrándose como un espacio de contención, reflexión inteligente y resistencia activa e intensa.

¿Debería reeditarse una nueva versión de Teatro Abierto en 2024-2025? Tendría que ser una opción muy valiosa, que más allá de las dificultades económicas, operativas y logísticas, se exprese como una necesidad imperiosa del campo popular en tiempos urgentes.    

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