Durante la trágica dictadura cívico-militar-eclesiástica de la segunda mitad de la década del 70 y el arranque de los 80, en el histórico cine Arte de Diagonal Norte al 1150 (apenas a cuarenta metros del Obelisco), repetían una y otra vez en las trasnoches de los viernes aquella película de culto bautizada en la Argentina como Busco mi destino (Easy Rider), protagonizada por Peter Fonda, Dennis Hopper y la presencia de Jack Nicholson como actor de reparto en un rol consagratorio que le abrió por completo las puertas del gran entretenimiento global celebrado en Hollywood.
El film, producido en 1968, estrenado en Estados Unidos en 1969 y proyectado a la fama mundial en el festival de Cannes (como director, Hopper recibió el premio a la mejor opera prima), fue una potente fuente de inspiración para la dinámica contracultural que se imponía por aquellos años en que el statu quo se deslizaba por un terreno jaqueado por altísimas tensiones políticas, económicas, religiosas y sociales imposibles de ocultar. La guerra de Vietnam se había constituido en el paradigma de la criminalidad capitalista, más allá de los asesinatos sucesivos de John Fitzgerald Kennedy (1963), el activista Malcolm X (1965), el líder pacifista Martín Luther King (1968) y Robert Kennedy (1968).
Un amigo idealista de esos tiempos, con aspiraciones rocker que no concretó porque su despedida fue veloz, viernes tras viernes siempre tenía el mismo plan: ir a ver Busco mi destino al Arte, cuyo recorrido previo era ir al ataque de unos estupendos sándwiches de miga en el subsuelo del hall del cine. La recomendación inicial para disfrutar de la película que ya había visto en el invierno de 1971 en el cine Maipú del centro de Avellaneda, había sido mía. Pero él amigo citado se empeñaba además en encontrar en los diálogos, en las imágenes y en la impresionante banda de sonido, (suenan Jimi Hendrix, The Byrds, The Band y Steppenwolf), algo tan vital como hallar una salida existencial y quizás un lugar físico alejado de los grandes diluvios setentistas.
¿Qué era en definitiva lo que nos empujaba cada viernes a frecuentar las coordenadas y contraseñas de una obra muy difícil de encuadrar y muy fácil de identificar? Decir la cultura suena grandilocuente y hasta jactancioso. Nada más alejado de la realidad. Sin embargo era la cultura sin solemnidades ni impostaciones caretas el menú agrio y dulce que convocaba a legiones de pibes y pibas a ver lo que Fonda, Hopper y Nicholson ofrecían en la pantalla durante las trasnoches efervescentes del Arte.
Y es la cultura lo que los monstruos reconocibles de todos los tiempos siempre pretenden arrasar. La cultura de todos los días que se resignifica en millones de pliegues tan invisibles como tangibles.
A la derecha recalcitrante y con un déficit intelectual marcadísimo, siempre le provocaron náuseas y miedos los universos culturales porque adivinan que están algunos próceres de la izquierda a la vuelta de la esquina agitando los trapos rojos de la revolución. Y desconfían hasta el estruendo. Temen. Satanizan. Sospechan. Y la quieren borrar del mapa para siempre con excusas y justificaciones propias de los delirantes con aspiraciones místicas. No quieren cultura. No quieren educación pública. No quieren libros, películas, debates. No quieren pensamiento. No quieren que se mueva una hoja aunque se caigan los árboles. ¿Qué quieren? El silencio perfecto que no delatan ni los cementerios. La magnitud del silencio como un factor ordenador que quiebra las voluntades y propone la resignación, la angustia, la miseria y el miedo.
La joven dibujante e ilustradora española Raquel Ribba Rossy, autora del comic Lola Vendetta, reflexionó en una reciente entrevista sobre los episodios culturales bajo riesgo de ser asfixiados: “El ser humano sin cultura está completamente encarcelado. Un político que ama a los seres humanos jamás cortaría la cultura, porque sabe que a través de ella se pueden calmar las violencias, contar los relatos de un país y hacer que las personas se sientan parte de la historia colectiva. Cortar la cultura es como matar a un ser humano. Cuando una persona con poder político no ama a los seres humanos, no tiene interés en que la cultura crezca y se expanda”.
La interpretación de la catalana Ribba Rossy de 33 años, hace foco en lo que salta a la vista: la cultura analizada y descripta por una estructura reaccionaria, violenta y a la vez frágil, como una respuesta peligrosa y subversiva que está en condiciones de alterar y perturbar el desarrollo de políticas de enorme exclusión social. Políticas de muerte segura. Lo mejor para esa estructura neofascista es clausurar esa fuente de energía intelectual vampirizando sus relieves y perfiles y sometiéndola a la cancelación inmediata en nombre de las leyes irredentas del mercado.
Las reacciones espasmódicas por supuesto no contienen la intensidad y la potencia necesaria para frenar ese ataque sistemático. Por el contrario; en ocasiones son funcionales al ataque porque no revelan la puesta en marcha de una estrategia e inteligencia organizada. No alcanzan las voces aisladas. Tampoco alcanzan las protestas por sectores. Sirven las voces aplicadas a un coro heterogéneo y policlasista de voces interconectadas y en frecuencia directa con las necesidades auténticas y las demandas pulverizadas de la sociedad. La cultura que se desconecta de la sociedad, se degrada, fragmenta, atomiza y se desvanece en la intrascendencia o en la indignación sobreactuada. Le hace cosquillas al poder. No lo inquieta. No lo incomoda. No lo preocupa. Es una especie de anfitrión hipócrita del círculo rojo.
En cambio, la cultura que sintoniza con la sociedad real (no con la construida por los medios hegemónicos y las redes cloacales) es la que le da carnadura, volumen y espesor critico al tejido comunitario organizado. Quizás por eso el recuerdo de Busco mi destino con las plateas colmadas del cine Arte, no pretende apelar a la anécdota frívola, a la melancolía descafeinada ni a la nostalgia vacía. Buscar un destino es, sobre todo, prefigurar el diseño y el contenido esencial de ese destino. Un destino que debería trascender y quebrar la épica del individualismo envenenado que hoy prevalece e ir a la conquista del plano colectivo. O por lo menos intentarlo sin caer en trampas, oportunismos ni complacencias ideológicas.