Un par de meses antes de su despedida, girando sobre los relieves culturales de hace unas décadas, sobre la degradación progresiva de Argentina, sobre el fútbol del pasado y el fútbol del presente, el Flaco Menotti nos sorprendió con una observación meditada que ya nos venía anticipando en otras ocasiones.
¿Por qué la sorpresa, entonces? Porque la revelación de Menotti es muy potente. Nos comentaba el Flaco en aquellas charlas sin apuros: “Yo fui compañero de Rojitas cuando a mediados de los 60 pasé por Boca. Lo ví entrenar y jugar partidos oficiales y amistosos. No me lo contaron. Y puedo decir con absoluta seguridad que Rojitas no tendría nada que envidiarle a Messi. Nada. Arrancaba y desparramaba rivales con una facilidad increíble. Hacía muy fácil lo que es muy difícil. Lo hacía acá y lo hacía en el exterior, cuando fue con Boca a jugar torneos internacionales contra los europeos, como lo hizo frente al Real Madrid. Pero no era solo una habilidad impresionante lo que tenía. Tenía mucho talento, mucho panorama, mucha lectura inteligente del juego. Entendía notablemente el juego. Fue un crack, sin dudas, de esos que salen muy de tanto en tanto. Siempre lo pensé. Por eso sostengo que en sus mejores años no tenía nada que envidiarle a Messi ni en condiciones técnicas ni en concepto. Sabía todo”.
Confirma la dictadura del calendario que son 80 años los que festeja el admirado y revindicado Rojitas este miércoles 28 de agosto de 2024. Es lo que el folklore de la calle registra como un número redondo. Pero la verdad es que no son significativas las cifras. Las cifras en muy pocas oportunidades califican y definen lo sustancial. Rojas es Angel Clemente, aunque el universo del fútbol lo bautizó con el diminutivo de Rojitas cargado de afecto apenas debutó en Boca con éxito apabullante aquel domingo 19 de mayo de 1963 frente a Vélez con un 3- 0 a favor (dos goles de penal del genial Loco Corbatta y el otro de tiro libre) que derritió a la Bombonera.
“Cuando arranqué me creía que era Gardel y quise ganarle al viento”, nos dijo alguna tarde con perfume nostálgico ese pibe frágil, menudo y con cierto aire displicente nacido en Sarandí, que apenas apareció en la Primera de Boca con 18 años hechizó a los todos los hinchas, más allá de los colores de la camiseta que vestía. Y los hechizó porque ese pibe con cara de ángel y silueta de duende hacía lo que no se enseña ni se incorpora: se tiene o no se tiene. Es la magia intransferible del potrero. El arte supremo del engaño. La gambeta indescifrable que no está en ningún libro. El juego de la destreza y el ingenio. El juego con fuertes matices artísticos. La imaginación siempre creativa para encontrar los tiempos y los espacios que a otros se les cierran. El gol que se anuncia y se construye con el encanto del toque sutil, de la pincelada distinta, del pase a la red que también es una caricia como lo supo bautizar el Flaco Menotti.
Rojitas tenía todo en un envase que parecía endeble, vulnerable, quizás frágil. En un cuerpo que se adivinaba sin la suficiente carrocería para enfrentar a defensores que iban al todo o nada. En un desparpajo, atrevimiento y cierta indolencia que denunciaba la imagen y el perfil clásico y moderno del atorrante fino y sensible que tiene muchas cosas para decir y hacer. Así fue como con una naturalidad despojada la rompió en Boca, fue finalista de la Copa Libertadores frente al Santos de Pelé en el 63, salió campeón en el 64, 65, 69 y 70, actuó en 222 partidos, convirtió 79 goles y sobre todo dejó una estela inolvidable que todavía sigue perdurando, aún en los que no pudieron verlo en vivo y en directo ni disfrutarlo en su hora cumbre ni en su momento más glorioso. Pero lo idolatraron sin reservas. Como, por ejemplo, René Orlando Houseman y Daniel Alberto Passarella, quienes sí lo vieron siendo pibes y se enamoraron de su fútbol y de su obra.
A propósito del Nacional del 69 cuando aquel Boca estupendo fue dirigido por Alfredo Di Stéfano, lo primero que le dijo a Rojitas apenas llegó a la Argentina proveniente de España, fue una amenaza: “A usted le voy a cortar las alas”. Lo consideraba autosuficiente, poco afecto a los entrenamientos y alejado de la funcionalidad europea que él reclamaba.
¿Qué pasó en los días siguientes? Di Stéfano “fue entrando en razones”. Las visitas que recibió de algunos barras de Boca lo “convencieron” de que Rojitas tenía que jugar de arranque en el Nacional del 69, luego de algunas postergaciones en el torneo anterior. Y jugó de arranque hasta cerrar un torneo brillante, junto a la explosiva aparición del Muñeco Norberto Madurga, un volante central de ataque fino y cerebral para encontrar los espacios y arribar al gol lanzándose vacío. .
¿Qué fue Rojitas, en definitiva? Quizás como muy pocos intérpretes destacadísimos, representó la estirpe genuina del jugador hecho a la medida del fútbol argentino. De su origen, de su esencia, de su paladar, de su ideal. Y de los sueños que no tienen propietarios excluyentes. En ese arrabal de tierra, asfalto y casas bajas de Sarandí que también es el suburbio del centro de Avellaneda, jugó en la niñez y adolescencia junto a otras figuras de nuestro fútbol, como Roberto Perfumo, Raúl Emilio Bernao, Osvaldo Mura, Miguel Angel Santoro (también Julio Humberto Grondona y su hermano Héctor) y cientos de chicos enamorados por una pelota tan mansa, tan imperfecta, tan salvaje. Y quizás tan silvestre como dócil, según la sensibilidad del que la pusiera debajo de la suela.
“Yo jugaba a la pelota todo el día. Desde la mañana hasta las doce de la noche. No podía parar. Era flaquito, muy flaquito y gambeteaba mucho. Me quería gambetear a todos, pero ojo, sabía elegir. Así aprendí a manejar la pelota, a quererla, a apasionarme. De pibe me enamoré de la pelota y de grande mucho más”, nos confesó Rojitas hace unos años explicando lo que en realidad no precisaba explicarse.
Como tantos otros de su generación o de generaciones posteriores (como dos estrellas de la talla de Ricardo Enrique Bochini y el Beto Alonso), en la Selección nacional no alcanzó a expresar a tiempo completo su gran talento. Y su brillo extraordinario y cautivante no logró proyectarse fronteras afuera de la Argentina, aunque haya hecho una breve y olvidable escala profesional en el Deportivo Municipal de Perú en el 72 y 73 después de su partida inexplicable de Boca, cuando el técnico chileno Fernando Riera lo desplazó y exigió su salida con el aval del presidente Alberto J. Armando.
Esa deuda que no fue suya sino del caos con que se manejaba la Selección hasta que Menotti la instaló como una prioridad a partir del 12 de octubre de 1974, lo privó a Rojitas de trascender con holgura la propia aldea, aunque estuvo en el radar del Real Madrid cuando Boca el 23 de agosto de 1964 lo derrotó 2-1 en Casablanca (Marruecos), con dos goles propios que despertaron el interés inmediato del club español, desestimado por el pibe ya consagrado como un ídolo. “Surgió una posibilidad firme del Real, pero no quise irme de la Argentina. Yo no tenía dimensión de muchas cosas. No me las imaginaba. Lo mío era jugar, divertirme, gambetear, hacer goles, salir campeón con Boca, andar con las chicas y ganarle a River”, nos comentó muchos años después con un aire arrepentido.
Eran otros tiempos. Y eran otras las expectativas que privilegiaban los dirigentes y sobre todo los jugadores. Igual, no importó. Porque estas cosas a esta altura importan poco. Su nombre que parece tener el sello indeleble de una marca registrada, continúa sintetizando la belleza del fútbol de todos los tiempos. La belleza compatible con el rictus de la aventura. De las mejores aventuras.
Hoy, con 80 años sobre el lomo, puede confirmarse, sin ninguna duda, que aquel muchacho de barrio con espíritu romántico y bohemio al que le gustaba celebrar tanto el día como los misterios y los placeres de la noche, conquistó lo que deseaba conquistar: le ganó al viento. Y le ganó sin trampas ni soberbia. Sin versos ni agachadas. Sin demagogia ni oportunismos.
Por eso y por muchas otras cosas que la memoria colectiva incorporó, Rojitas angelizó el fútbol. Y el fútbol, como no podía ser de otra manera, lo angelizó a él.