19 septiembre, 2019

Humillados y ofendidos: de peces, gallos, serpientes, cerdos y diablos

Por Guido Fernández Parmo (*).- En tiempos difíciles, la confusión suele gobernar la mirada que tenemos de la realidad. Hace poco, discutía con un amigo acerca del narcotráfico en Latinoamérica y él citaba, para demostrar las complicidades de los gobiernos, una serie de Netflix.

En mi fuero interno, ese comentario me hizo ruido: ¿una serie de televisión puede ser fuente fiable para comprender nuestra historia? ¿Desde dónde construimos nuestra percepción de la realidad? ¿A quién le entregamos la narración de nuestra propia historia?

Puede reconocerse un patrón de los últimos tiempos en la producción de las imágenes hegemónicas que orientan nuestra mirada sobre la realidad: cada vez más, la industria audiovisual hace de la historia latinoamericana y de otros pueblos tercermundistas un objeto de entretenimiento. La anécdota nos permite reflexionar sobre cómo nos orientamos ante la confusión, ante la crisis, ya que de nuestras viejas brújulas solo tenemos pedazos. La industria audiovisual (el cine, la televisión, los servicios de streaming) ha hecho lo que siempre ha sabido hacer: estrechar la percepción y reducir lo real a algunas coordenadas que esconden elementos que no conviene mostrar.

Percepción reducida y brújulas hechas pedazos, así estamos.

Somos peces, peces creyendo que nuestra pecera es el Océano entero.

En los debates actuales sobre la política, que tenemos con familiares o escuchamos en los medios, la política ha quedado reducida a las fronteras nacionales y a términos como “déficit cero”, “neoliberalismo”, “honestidad”, “corrupción”, “unidad”, “economía de un hogar”, “grieta”, “capitalismo humano o salvaje”, “minorías”. Sin darnos cuenta, el discurso político, en las últimas décadas, ha quedado reducido a un problema de candidatos presidenciales y de valores morales, como si el destino de un país se redujera a las decisiones que un presidente pudiera tomar, como si fuéramos peces viviendo en nuestras peceras.

Sorprende encontrar, en boca de intelectuales o viejos compañeros, una ausencia completa de términos que alguna vez formaron parte del vocabulario y del análisis político: “imperialismo yanqui”, “capitalismo”, “lucha de clases”, “dependencia”, “poder internacional”, “explotación”, “utopías”.

Alguno podría pensar que esta ausencia se debe a que estos términos se ven en blanco y negro, por decirlo así, que corresponden a un mundo ya perimido, que suenan a “setentismo”. Sin embargo, entre aquella época y la nuestra, existen una serie de continuidades que no hay que olvidar, con qué términos nombremos a esas continuidades, será otro debate:

– El capitalismo sigue existiendo buscando la ganancia económica por encima de cualquier otro criterio de organización social. Aunque lo olvidemos, el principio que regula la vida social sigue siendo el económico.

-La economía mundial sigue estructurada de modo colonial, con países exportadores de materias primas y países industrializados, algo que particularmente la Argentina no ha podido revertir nunca completamente. La necesidad de vender en el Tercer Mundo productos con valor agregado por empresas del Primero, no ha cambiado mucho desde el siglo XIX.

-EEUU sigue siendo el país que decide sobre el destino de muchos otros, mediante guerras calientes (no hay que olvidar que Afganistán y Siria siguen con conflictos) o guerras frías (bloqueos económicos a Cuba, Irán, por decir algo). El cambio de rumbo de algunas democracias sudamericanas y la intervención silenciosa y subterránea en Venezuela son dos claros ejemplos de esta continuidad.

-Las clases sociales que participan de dicha economía, a pesar del olvido en el que han caído en algunos discursos sociales, siguen divididas por la propiedad privada, algunos pocos son dueños de los recursos vitales como la tierra, los alimentos, las patentes de medicamentos, los códigos de software, etc., y otros muchos no tienen más que su capacidad de trabajo, incluso ni eso. Aunque pocos están dispuestos a hablar de “clases sociales” en el viejo sentido, lo cierto es que en este aspecto nada ha cambiado, la propiedad privada sigue dividiendo a la población mundial en dos grandes grupos.

Entonces, debemos preguntarnos si acaso esas categorías están en “blanco y negro” o deberían, por el contrario, seguir formando parte de nuestra percepción. Seguramente existen nuevos problemas y nuevas luchas: las “identidades”, el “capitalismo intelectual, cognitivo o farmacopornográfico”, “las nuevas tecnologías”, “las guerras de baja intensidad” y los “golpes de Estado suave o blandos”, pero ninguna de estas novedades sustituye a las anteriores.

Hace poco leía Humillados y ofendidos, del escritor ruso Fiodor Dostoievski. La novela es la denuncia de la pobreza de la Rusia de fines del siglo XIX, de la humillación y la ofensa sufrida por el pueblo ante los ricos. Entre los personajes que crea Dostoievski, se encuentra el de la huérfana Nelly, de unos trece años, que acaba de perder a su abuelo y que será rescatada por el protagonista, Iván Petrovich, justo antes de ser explotada sexualmente por una malvada mujer. Lo impresionante de este personaje es que nos permite ver la pobreza extrema de la población y la humillación que representaba para ellos ponerse a pedir limosna en la calle.

Nelly le cuenta a Iván cómo era su abuelo antes de morir:

“-Antes estaba mejor.

-¿Cuándo?

-Cuando mi madre no había muerto aún.

-Así, ¿tú le traías la comida, Nelly?

-Sí.

-¿De dónde la sacabas? Tú no tenías nada.

Nelly no contestó en seguida. Palideció horriblemente. Después me dirigió una larga mirada.

-Pedía limosna por las calles. Cuando reunía cinco kopeks, le compraba pan y rapé.

-¿Y él lo consentía? ¡Pobre Nelly!”

¿Qué hubiera pensado Dostoievski de nuestra pobreza, de nuestras humillaciones y ofensas, de la desnutrición infantil, de la limosna naturalizada, de la trata de personas que hace posible la industria del turismo sexual infantil en algunos países, de la adicción al paco que destruye a niños más pequeños que Elena, de los ejércitos privados que arrasan a pueblos enteros en guerras dirigidas virtualmente, de las cárceles donde la crueldad del Estado suele superar la de los propios criminales, de la muertes de niños por enfermedades curables cuyos medicamentos no son, sin embargo, rentables?

¡Y todavía algunos creen que el mundo ha mejorado!

Hemos perdido nuestra capacidad de sentirnos humillados y ofendidos, naturalizado la injusticia, olvidado nuestros crímenes. Y, mientras tanto, en una clara actitud de resignación y complicidad, algunos de nuestros intelectuales y comunicadores se han quedado sin categorías para percibir lo que tiene de terrible nuestro mundo. Es preciso sentir las ofensas del patrón, del organismo de crédito internacional y del país imperialista; y, para lograrlo, es preciso, al mismo, tiempo percibirlas con las categorías que las revelan: “imperialismo”, “lucha de clases”, “colonialismo”, “capitalismo”. No se trata solo de un debate teórico, se trata de si acaso somos capaces de ser afectados por la humillación y la ofensa recibida. Tal vez no seamos ni siquiera peces en una pecera, sino gallos en una riña intentando vencer a nuestro rival mientras los hombres a nuestro alrededor apuestan, se divierten y hacen dinero con nuestras heridas.

Más que nunca debemos volver al debate sobre el capitalismo como un sistema que crea pobreza, y que no es ni “humano” ni “salvaje”, sino esencialmente injusto. Debemos volver a debatir la injerencia norteamericana en la región, a menos que alguno crea todavía que el avance de los gobiernos fascistas de derecha es sólo producto casual de la voluntad de los pueblos. Debemos, por último, defender la clase, a la que, después de todo, seguimos perteneciendo, a menos que uno crea que los recursos vitales están a la mano de todos. Porque, en el fondo, las serpientes solo han cambiado de piel, los diablos de máscara y los cerdos de chiquero.

(*) Profesor de Filosofía. Secretario de Cultura de la UTPBA.

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