30 abril, 2024

La palabra sublimada

Por Ana Villarreal.

Periodista y escritora. Miembro de Conducción de la UTPBA y delegada a la FELAP.

Enrique Raab, un hombre sustantivo. Lo define, convincente en el recuerdo, el periodista Esteban Peicovich, “en un país de tantos adjetivos”.

El “eterno conspirador de redacción”, según la invocación de Carlos Ulanovsky, ha dejado escrito un singular legado de belleza y coraje literario, con perspectiva histórico política de los años sesenta y principios de los setenta del siglo pasado.

Paul Sartre, Alberto Moravia y Bertrand Russell, entre muchos otros, compartieron momentos en la carrera profesional de Raab. Una herencia de preciosismo en los detalles, de profundidad filosófica y compilado de experiencias, puede recogerse de aquellas entrevistas, publicadas por distintos medios en los que Enrique se desempeñó.

Su espíritu disruptivo, así en la vida como en las letras, lo catapultó a mundos donde no dejó margen para ser inadvertido. Su compañera de militancia, Susana Viau, siempre lo destacó por su audacia fraterna, entre las asambleas del gremio de prensa y las actividades del Partido Revolucionario de los Trabajadores, PRT.

“Creo que, en su caso, la militancia revolucionaria era la extensión de la estética por otros medios. No fue ésta su debilidad: fue su grandeza, una acción muy seria que buscaba, como sus crónicas, entrelazar todos los pedazos sueltos del mundo. A ella le consagró su vida con espantosa despreocupación. No era difícil detectarle los latidos de la vehemencia”, destaca el periodista Carlos Alfieri en el libro “Crónicas Ejemplares”.

Dicha obra es producto de la recopilación de Ana Basualdo, quien destaca “los que compartimos con Enrique Raab algún momento de la vida periodística de los años sesenta y setenta sabemos que fue el reportero más dinámico de cualquier redacción, el que mejor daba cuenta de una manera de entender, unidos, el periodismo, la cultura, la política y la calle”.

La memoria de la calle auscultada por Raab vive en crónicas como las del barrio de La Boca, escenario de un encuentro de fútbol en la Bombonera o la pintura preciosista de la Plaza del 1 de mayo de 1974, cuando Perón echó a los militantes montoneros del acto.

Un aparte se distingue en las páginas dedicadas a la Revolución de los Claveles de Portugal. Días enteros pincelados por sus imágenes literarias, que asoman en ventanas, suben y bajan empedradas calles, con sus ritmos humanos en Lisboa.

“Abril desabotonó las camisas de Portugal. Mayo hizo florecer sus claveles. En julio las camisas han vuelto a abotonarse. Algunos claveles ya se están marchitando”, sintetiza, poéticamente, los sucesos políticos en uno de sus 14 artículos para el diario La Opinión de Buenos Aires, desde junio de 1974.

Es cierto que “la humanidad no tiene muchos motivos para sentirse orgullosa de su historia” como el premio Nobel, Bertrand Russell, le dijera a Raab en su entrevista.

Pero, también, es moralmente cierta la posibilidad de rescatar los latidos vehementes de la obra de Enrique Raab, en el marco de la concepción borgeana sobre el devenir, de la reiteración del agua transformándose en agua, con mirada de eternidad, contra la opacidad de los tiempos del mundo.

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