23 abril, 2024

¿Percibimos la catástrofe?

Por Eduardo Verona.

Periodista. Miembro conducción de la UTPBA.

¿Se anuncian las catástrofes? Algunas sí, algunas no. Y otras, no se sabe. ¿Quiénes perciben la posibilidad cierta de una catástrofe? ¿Los animales, los humanos, nadie? Lo que revelan estudios, teorías e investigaciones preliminares o más avanzadas es que los animales (perros, gatos, ratones, elefantes, peces, pájaros, abejas…) son capaces de recibir señales sensoriales, procesos atmosféricos y determinadas vibraciones ambientales que podrían denunciar la magnitud de un colapso inminente.

¿La condición humana intuye la proximidad de una catástrofe natural u otra de carácter social autoinflingida? Sin internarnos en contenidos científicos que nos trascienden, podría anticiparse que los “desastres” se van construyendo con advertencias, informaciones, conjeturas y amenazas que en el tránsito hacia su concreción fáctica no son consideradas ni atendidas, hasta ser desestimadas por los factores de poder en función de intereses específicos hiper concentrados. 

El “desastre” es, en muchísimas oportunidades, camuflado, encubierto, subestimado o relativizado en nombre de expectativas falsas, ideales nunca consagrados y razonamientos voluntaristas (sostenidos por mentiras organizadas del sistema con sus lacayos de ocasión) que viajan en dirección contraria a la opción real y auténtica de una tragedia colectiva.

Hasta que un día más próximo que lejano la tragedia antes negada se instala y los botes no alcanzan ni para rescatar a las primeras víctimas. Y ya es tarde. Demasiado tarde para sobreactuar lamentos, pesares y dolores fingidos y caricaturescos. Es que solo se escucharon y se escuchan las palabras editadas y las imágenes fragmentadas de una aventura de diseño construida por guionistas de alcance e influencia planetaria (replicados en distintas geografías por tecnócratas ruinosos de la política y la financiarización mafiosa), encuadrados en un capitalismo salvaje de última generación. Capitalismo en su fase más elevada de corrupción, destrucción y degradación total.

Esa tragedia adquirida por las sociedades de consumo (más precarias y humildes o más sofisticadas y miserables) para satisfacer su libido existencial saturado de consignas y mensajes individualistas, reaccionarios y ultra agresivos, resulta ser una de las trampas más evidentes, flagrantes y repetidas de la historia. Y más celebrada por los autores intelectuales de esa trampa a escala global, en sintonía directa con los think tank de las corporaciones mediáticas y digitalizadas, siempre dispuestas a traficar sin ningún freno ni reparo con la vida ajena.

¿No se salva nadie del naufragio, que en esta ocasión los animales no intuyen? Se salvan, sobre todo, aquellos que de manera muy activa participan del atraco. Es cierto, se establecen como una minoría, pero una minoría no silenciosa y si estridente. Una minoría que se cuelga medallas y oropeles y se enorgullece de robar y matar en proporciones equivalentes. Que vampiriza a audiencias congeladas e ignorantes. Que promueve lo peor de la condición humana. Que reivindica el terrorismo asumido por el Estado. Que promociona sin ambigüedades la delación, la traición, la represión, la humillación social y la violencia ejercida sobre multitudes que ya no tienen fuerzas ni para levantarse del piso.

Con el hecho consumado o en vías de su realización, se institucionaliza en todas las plataformas y redes cloacales disponibles la esperanza y la ilusión absurda de mejores horizontes, siempre y cuando se acepte el despojo y la depredación. Es el saqueo planificado que le permite al saqueador profesional capturar la subjetividad narcotizada del otro. Convencerlo día tras día de su fragilidad estructural. Incluirlo como una mercancía sin alma, sin corazón, sin piel, sin historia, sin memoria y sin presente. Es despojarlo de su identidad. Es no registrarlo.

¿Por qué a diferencia de los animales, las personas no saben leer ni interpretar la verdadera dimensión de los grandes peligros que la acechan? La pregunta es central. La respuesta no podría ser categórica. Hay una necesidad imperiosa de creer en algo en particular.  De adquirir una verdad absoluta que no es tal. De sentirse autosuficiente para proclamar que es sencillo salvarse solo. Que no se precisa a nadie para encontrar un respaldo ni sumarse a un conjunto. Que todos nos hacemos solos tanto en las jornadas de bonanza como en las prolongadas noches de adversidad. Y que es posible navegar en soledad a pesar del diluvio interminable que va a acompañarnos hasta el punto final.   

Semejante grado de desconcierto y de confusión perturba y altera por completo la capacidad de organizar un pensamiento crítico y acertado. Es una hoja más en la tormenta. Es el desamparo absoluto de la inteligencia mínima. Y es un síntoma cruel y demoledor de los tiempos fatalmente líquidos derramados por las urgencias. Por eso no interpretar ni percibir la fatalidad criminal del abismo es no entender la vida que llevamos. Ni para que estamos.    

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Por Tubal Páez Hernández.

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