3 agosto, 2017

Cicatrices de medio siglo

Por Daniel das Neves (*).- No se sabe si los controladores de ADN del Quilmes Athletic Club lo examinaron a Lucas Nardi para acompañar su designación como nuevo técnico del equipo que acaba de perder su lugar en la Primera División. Se ignora si a este joven cordobés de 36 años, oriundo de Justiniano Posse, le indagaron acerca de sus sentimientos y reacciones frente a nombres como Pedro Dellacha, Miguel Angel Benito, Ubaldo Fillol, Julio Ricardo Villa, Daniel Bertoni, Hugo Milozzi, Omar El Negro Gómez, Jorge Gaspari, José El Piojo Yudica, el Chori Dominguez; o acontecimientos como Quilmes Campeón Metropolitano 1978, Subcampeón Nacional 1982. Nardi ya es el entrenador del equipo cervecero que jugará el próximo Nacional B, una oportunidad que le llegó después que una decisión de Estudiantes de La Plata, los motivos de ella, rompieran su casi anonimato futbolero.

Como técnico de la reserva, Nardi se había hecho cargo del plantel de Estudiantes y cuando parecía que lo iban a confirmar en este puesto hasta el final del último campeonato, la reproducción de un tuit de hace 4 años –en el que supuestamente decía “odiar” a Carlos Bilardo- lo dejó sin trabajo y lo elevó a la categoría de un traidor, gracias a las redes sociales que viralizaron un poderoso sentimiento de identidad pincharrata, que no incluyó a su actual presidente e ídolo del club, Juan Sebastián Verón, quien expresó que “estamos en una sociedad enferma” y reivindicó a Nardi, mientras no podía ocultar sentirse desbordado ante un clima que tenía mucho de cruzada histórico-identitaria.

Esto ocurrió poco tiempo antes de cumplirse 50 años, el 6 de agosto, del primer campeonato de la AFA, en la era profesional, logrado por un club que no formaba parte de los llamados grandes (Boca, River, Independiente, San Lorenzo y Racing). Fue Estudiantes de La Plata, precisamente, el que tuvo la satisfacción de obtener ese título, que marcó el fin del oligopolio, abriendo el camino para que otros 11 equipos se sumaran a lo largo del último medio siglo como campeones de Primera División, un período lo suficientemente extenso –y significativo- como para que una interpretación acerca del valor y las consecuencias de ese inédito episodio no sea vista como apresurada.

Los Profesores
Los Profesores

Gusten o no sus características, Estudiantes redefinió su identidad a partir de ese logro. Alcanzar la meta de campeón desplazó viejos tiempos de plausibles reconocimientos futboleros, que tuvieron su impulso más contundente cuando se jugaba el último campeonato de la era amateur, salió segundo de Boca en 1930, y el profesionalismo amanecía, 1931, año en que fue tercero, detrás de Boca y San Lorenzo, con una delantera a la que se llamó Los Profesores, integrada por Lauri, Scopelli, Zozaya, Ferreira y Guaita, principales responsables de los 104 goles en 34 partidos (cifra que jamás repetiría el Pincha en el fútbol rentado). Y El goleador del certamen fue su centrodelantero, el entrerriano Zozaya, Don Padilla, quien se dio el gusto que el primero de sus 33 goles fuera el primero del profesionalismo.

Estudiantes preservó ese estilo de pretensiones ofensivas, signo de una época que prolongó esas virtudes hasta comienzos de los 50, período en el que aun conservando esa recordada delantera, completa o con alguno de sus integrantes, no pudo repetir aquella campaña inicial. Sin embargo, un fútbol sin vértigos mediáticos ni exitismos exacerbados, protegió a Los Profesores y aseguró su permanencia en el recuerdo, a pesar que los protagonistas ya eran otros y no alcanzaban la talla de aquellos cracks, salvo Ricardo Infante, un centrodelantero goleador (convirtió 180 tantos en 329 partidos jugados con la camiseta pincharrata), de una elogiada técnica, que llegó para tomar la posta de aquellos cracks.

Infante se fue a comienzos de 1953 a Huracán, una temporada al cabo de la cual Estudiantes descendería por primera vez a la segunda categoría. Su retorno al club, tres años después, provocó una reacción en el ambiente futbolero que bien se puede sintetizar en algunos párrafos de este sensible comentario: “aquél pibe apareció y colmó las exigencias y el apetito de fútbol de una hinchada que vive en una atmósfera creada  25 años antes por cinco hombres bendecidos por la más pura calidad: Lauri, Scopelli, Zozaya, Ferreira y Guaita. Todos aquellos que ´respiraron´ ese fútbol no podían volver a meter sus narices en ningún aire viciado…Infante debe jugar en Estudiantes de La Plata. Hay en esto algo indisoluble. Porque Estudiantes tiene también hinchada en todas las hinchadas. Se lo conquisto por respetuoso”. Y redoblaba su entusiasmo el convencido cronista: “mientras la satisfacción de jugar fútbol sea superior a toda otra satisfacción, Infante será de Estudiantes. No se puede disolver esta unidad”.

Osvaldo Zubeldía
Osvaldo Zubeldía

Cuando Osvaldo Zubeldía llegó como nuevo director técnico en enero de 1965 Estudiantes sobrevivía en primera división sólo porque en 1963 se habían anulado los descensos y tras una muy pobre labor en el campeonato de 1964, donde se ubicó antepenúltimo. Por entonces en el fútbol local e internacional se imponían los sistemas defensivos, dominados por la cautela, el temor y el mezquino abrazo a una sola de las históricas tres G del fútbol: Ganar dejaba de lado Gustar y enviaba al desierto a Golear. El campeón de 1964, Boca, lo ilustró de modo contundente, al alcanzar el título con apenas 35 goles en 30 partidos y la insignificancia de 15 goles en contra, 4 de los cuales se los convirtió Atlanta en la primera fecha. En Italia y Europa dominaba el Inter de Helenio Herrera, la expresión futbolística más exitosa de un sistema de juego, conocido como catenaccio, que surgió en los años 30 y tuvo en ese equipo dirigido por el argentino Herrera una demostración tan potente que terminó por identificar a todo el fútbol italiano con ese sistema, aunque no hayan faltado, ni falten, excepciones, tanto en lo colectivo como en la calidad individual de los jugadores; algo que, para evitar injustas generalizaciones, también ocurría con aquél Inter de Helenio Herrera: Luis Suárez, Corso, Facchetti  disponían de las calidades futbolísticas de los grandes jugadores.

“Yo quiero aclararle qué es Estudiantes ahora, le dijo Zubeldía a ese gran  periodista Osvaldo Ardizzone, todo el mundo piensa en el fútbol de antes de Estudiantes. Es un equipo que está colocado en la imagen del romanticismo, que siempre jugó bien la pelota. Por eso hay gente simpatizante de otro club que también hincha por Estudiantes…Bueno, pero ahora es otra cosa. Ahora tenemos otra fisonomía. Un fútbol más áspero, más duro, menos agradable. ¿Por qué? Porque se corre y se lucha. Mire a ese chico Echecopar, a Pachamé, a Malbernat. Son hombres de otra mentalidad futbolística. Y de otro tipo de juego. Antes nos faltaba más velocidad en el medio, más fuerza física. Y la gente poco a poco tendrá que acostumbrarse a eso…”

Sexto en 1965, séptimo en 1966, Estudiantes se encontraba disputando el primer puesto en su zona en el Metropolitano de 1967 cuando Zubeldía le contestó así a Ardizzone, redactor de El Gráfico. Faltaban algunas semanas para que protagonizara el mejor partido del año, al vencer a Platense 4 a 3 por las semifinales del Metropolitano, después de ir perdiendo por 3 a 1 y con un jugador menos, tras lo cual el 6 de agosto logró el título al superar de manera amplia al último campeón, Racing, por 3 a 0, coronándose así como primer equipo “chico” en subir a lo más alto del podio del fútbol argentino, cortando un predominio de 36 años de los 5 “grandes”.

Un hecho nuevo y las formas de lograrlo pusieron al fútbol argentino en estado de ebullición, más aún cuando la hazaña local se transformó en epopeya exterior. Estudiantes consolidó y perfeccionó el estilo que le permitía ganar, objetivo excluyente, con ese fútbol “menos agradable”, de “lucha” al que el hincha se acostumbró al punto de convertirlo en su identidad, muy lejos de aquella que con tan generosa efusividad había reivindicado, ante el retorno de Infante, el periodista Carlos Fontanarrosa, quien en 1967 ya fungía como director de El Gráfico, en un proceso de involución futbolística  inversamente proporcional a su carrera empresarial, un paso de revisión en la relación juego-negocio que profundizaba un modelo que en Argentina se empezó a establecer a comienzos de esa década.

Ese primer campeonato de Estudiantes se dio casi en paralelo con la Copa Libertadores obtenida por Racing, ya convertido más que en el equipo avasallante y ofensivo que se impuso de punta a punta en el torneo de 1966, en un ejército dispuesto a ganar la guerra del Rio de La Plata ante Nacional de Montevideo, después de tres batallas por la final de la Copa Libertadores que hicieron del fútbol tierra arrasada. Un clima bélico que el equipo de José repitió ante el Celtic, a partir de una conducta que se transformaría en bandera en el terreno internacional.

DINÁMICA DE LO IMPENSADOEstudiantes encontró en esas copas disputadas prescindiendo del juego, el ámbito adecuado para ese estilo que Zubeldía había adelantado, tal vez buscando evitar engaños y presiones del hincha  pincharrata, que con la conquista histórica del Metropolitano 1967 terminó abrazándose a ese presente de triunfos superando, definitivamente, aquella etapa de “romanticismo”. Pero, también, Zubeldía había desestimado la supuesta originalidad de su propuesta futbolística, reconociéndose en modelos como el inglés o el alemán. Por entonces su planteo teórico estaba condensado en un libro que escribió con su colega Argentino Geronazzo, Táctica y Estrategia de Fútbol, editado en 1965. Un año más tarde, dispuesto a seguir debatiendo sus ideas futboleras, Geronazzo presentó su libro “Cómo ver un partido de fútbol”. Pero en 1967 apareció el libro que contrastaba absolutamente con esa mirada y cuyo título se transformó en una de las frases más invocadas de este deporte: Fútbol, dinámica de lo impensado, un trabajo de Dante Panzeri que advertía antes de su primer capítulo que “este libro no sirve para jugar al fútbol. Sirve para saber que, para jugar al fútbol, no sirven los libros. Sirven solamente los jugadores…” Fue la consigna de Panzeri, toda una definición acerca de este juego, la que estuvo llamada a perdurar, aunque su libro –imperdible para cualquier futbolero- fue más un objeto de culto que una lectura de miles.

La elemental pregunta que cualquier equipo se hacía –muchas veces con respuestas equivocadas- acerca de qué táctica de juego para un objetivo estratégico, qué hacer cuando tengo la pelota, en movimiento o parada, y saber cómo juega mi rival, fue convertida en un interrogante externo a cargo de quien no jugaba, el director técnico, que tenían en lo imprevisible un obstáculo para demostrar la validez de sus conocimientos. En la medida en que los más aptos para manejar la imprevisiblidad en un campo de juego disminuían calidades y recursos y el conjunto ganaba en desconfianza de su propia capacidad, los dispuestos a aprovechar esas debilidades recurriendo al recurso más sencillo del fútbol, destruir, agrandaban sus posibilidades.

Algunas ideas-fuerza: pensar en cómo impedir que el rival desarrolle su juego como principal premisa; marcas individuales pegajosas, irritativas, por momentos groseras;  hacerse de la pelota más cómo daño al contrario que como paso inicial que permita, a partir de allí, elaborar juego; el offside no como una consecuencia de salir a pelear arriba la tenencia de la pelota sino como un recurso defensivo que aprovechaba cierta zona gris de un reglamento hecho con un espíritu distinto, que siempre intentó castigar la intención de no jugar; en vinculación con esto último, dejar de lado toda contemplación reglamentaria que impida alcanzar el objetivo propuesto; en síntesis: disponer de todos los métodos que se correspondan con la idea-madre de que sólo ganar vale.

Rodeado de la simpatía que suele rodear al supuesto más débil, Estudiantes sintonizó mucho mejor con la implantada necesidad de dejar de ser “campeones morales”  -una deformada y llorosa consigna de un período sin triunfos- que el Racing primer campeón del mundo, todavía algo “romántico” y sin muchas explicaciones teóricas para dar, el verdadero estilo para romper con ese maleficio. Un estilo que no era nuevo sino que perfeccionaba lo conocido, que sí le permitió redefinir una identidad donde Zubeldía, Bilardo y Verón son algo más que apellidos intocables: pasaron a ser Estudiantes mismo.

Alcanzar esa nueva identidad Pincha, sincero deseo inicial de Zubeldía, no le dio para elevar sus formas como una novedad contagiosa y a imitar, al menos en todos sus términos y, sobre todo, a nivel local, donde el Independiente ganador del Nacional de 1967 (donde Estudiantes fue segundo, invicto y con sólo 8 goles en contra y 19 a favor, muy lejos de los 45 del rojo), el San Lorenzo de los Matadores de 1968 (que le ganó la final al Pincha por 2 a 1), el Vélez del Nacional de ese mismo año (otro chico que se anotaba), el Chacarita de 1969 (con menos jerarquía individual pero asumiendo riesgos a la hora de jugar), el Boca de Alfredo Di Stéfano de 1969, fueron todos eslabones distintos a la cadena de mandos que imponía el ganar como único objetivo, aunque sin constituirse entre ellos en otra cadena.

Hasta esos días de 1967 en que Estudiantes rompió la piñata del fútbol local, el fútbol se vivía como un tema que no estaba en condiciones de entorpecer la atención sobre acontecimientos más decisivos para la vida. Como juego conservaba cierta candidez que se convertía en ingenuidad en los que miraban y lo seguían, acostumbrados a que el domingo era el día del fútbol y las 15.30 su hora.

Mientras tanto el clima de época –una figura no del todo precisa pero si menos pretenciosa que hablar de “mundo Boca o River”, modo en que, presuntuoso y desmesurado, el periodismo deportivo suele referirse a los avatares cotidianos de un equipo de fútbol- recurría a palabras como rebeldía, revolución y vanguardias para designar mucho más apropiadamente lo que se movía en lo político, social, cultural e ideológico, dado que el fútbol era un actor presente aún de manera subalterna: usado en el éxito por distintos gobiernos, disputado incipientemente por algunos sectores económicos, fuente de controversias intelectuales y literarias, el fútbol, siempre un juego cada vez más un negocio, estaba todavía lejos de ser el principal producto de la industria del entretenimiento, factor decisivo en el capitalismo globalizado que hoy abruma a la humanidad profundizando la peor de las grietas, aquella que separa a los que definen qué vida de los que ya no tienen lugar ni derecho para vivirla.

“Marx es bilardista”, dijo el filósofo Darío Sztajnszrajber, con el marco de una sonrisa que no ponía en duda la afirmación que acababa de hacer, segundos después de tratar de convencer al periodista Diego De Lasala que aquél Estudiantes –este Estudiantes- “es el hecho maldito del fútbol burgués”, una reflexión que bien podría concluir en que los versos de Violeta Parra, quien se suicidó en ese 1967 del pincha campeón por primera vez, contenían a aquél equipo y aquél espíritu rebelde (Nietzscheano al decir de Sztajnszrajber), cuando decía “me gustan los estudiantes/porque son la levadura/del pan que saldrá del horno/con toda su sabrosura/para la boca del pobre/que come con amargura”.

Lo lúdico del juego así como lo institucional-comercial del fútbol no pueden obviar un contexto, pero con la linealidad y las simetrías se fuerzan realidades. Juan Carlos Onganía era un dictador para todos los habitantes de este país y Valentín Suárez su hombre en la AFA, el que armó dos campeonatos con la excusa del federalismo deportivo (el Nacional permitía la participación de equipos del Interior), un disfraz para la ampliación del mercado futbolístico, mientras garantizaba –como nunca antes y como siempre a partir de ahí- el fútbol televisado. Ese hilo conductor con el fútbol se torna invisible si se lo busca por el lado de la cultura, que desde La Balsa (un ícono del rock nacional grabado en junio de 1967) pasando por primera edición, en Argentina, del libro más exitoso del boom latinoamericano de literatura, Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, más el peso de ese disco símbolo de los Beatles que fue Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band, lanzado en junio de ese 1967, con Astor Piazzolla sacando el simple que en su lado A tenía el tema Revolucionario, construyen un camino con características de un nuevo rumbo, que desde ese presente le pelea al futuro en vez de descalificar el pasado. Hay un clima de época, en el que se está gestando el Mayo Francés de 1968 y donde el cuerpo asesinado del Che Guevara mostrado impúdicamente al mundo en octubre de 1967 está lejos de demostrar que el sueño revolucionario llegaba a su fin, en un mundo donde Vietnam era el principal nombre de guerra del conflicto comunismo-capitalismo y la Guerra de los 6 días de principios de junio traía ecos de la aplastante acción militar de Israel, que con el respaldo de su aliado histórico, Estados Unidos, derrotó a Egipto, Siria y Jordania, pasando a ocupar los territorios de Jerusalen este, Cisjordania, Gaza, Los Altos de Golan, imponiendo en la región nuevas condiciones que todavía persisten.

En ese mundo en disputa, el fútbol estaba para ser leído en dos claves respecto del juego (supremacía de lo defensivo-destructivo, preeminencia de lo ofensivo-creativo), es decir nada nuevo, y también en su rol social, económico y político, donde distintos factores actuaban para modificarlo según los intereses de quienes confrontaban.

Decir que se trataba de un mundo “convulsionado” es reconocer la posibilidad de que alguna vez no lo haya sido. Era un mundo, sí, con actores ideológicos, políticos y económicos enfrentados y poderosos, que recelaban de los espacios territoriales, cuando controlar los límites geográficos tenía un valor que no remitía apenas a una cuestión de seguridad física. Un mundo donde la “Guerra fría” era el modo para designar todo aquello que escapaba de la lucha cuerpo a cuerpo.

Los médicos de Milan atienden al franco argentino Néstor Combin
Los médicos de Milan atienden al franco argentino Néstor Combin

Estudiantes disfrutó del privilegio coyuntural de un triunfo sin antecedentes y de las explicaciones en torno a ese éxito, tendientes a justificar en el logro las formas aplicadas. El riesgo estaba a la vista: cuando las victorias escasearon los métodos dejaron de ser saludados por “novedosos” para pasar a ser castigados sin piedad. La vergonzosa actitud del equipo ante el Milan de Italia en la revancha por la Copa Intercontinental de 1969, cuando varios jugadores de Estudiantes poseídos por una violencia insólita aún para quienes estaban acostumbrados a ejercerla, agredieron a sus colegas del conjunto italiano, marcó un quiebre en esa mezcla de satisfacción y tolerancia de quienes acompañaron las formas en que se superaba el complejo de “campeones morales”.

Ese Estudiantes se mostró impotente ante la adversidad y dejó en claro que lo suyo no tuvo calidad de vanguardia futbolera, aunque las apologías en torno de Zubeldía y su carácter de adelantado en lo táctico y estratégico (principalmente a cargo de su mayor discípulo, Carlos Bilardo) hayan pretendido ubicarlo –y con él a Estudiantes, su principal creación- en un lugar que él mismo desmentía. No sólo no pudo imponer esos criterios en el fútbol vernáculo porque hubo campeones con otros planteos de juego, sino que los títulos logrados por otros equipos chicos, la manera de alcanzarlo, desmintieron esa forma de juego como única posibilidad de superar a los grandes.

Sí provocó inseguridades y confusión que llevaron, dos meses antes de las brutales agresiones contra los jugadores de Milan, a que un intocable como Adolfo Pedernera optara por esa tendencia para la Selección Argentina, que se quedó afuera del Mundial de México 70 con un mediocampo integrado por Juan Carlos Rulli (Racing) y Carlos Pachamé (Estudiantes), una decisión que postergó a Alberto Rendo (San Lorenzo). Los nombres de los clubes junto a cada jugador intentan recordar a qué expresión futbolística respondían esos tres mediocampistas.

(*) Periodista. Miembro de conducción de la UTPBA

Entre gol y gol, las copas

Por Tubal Páez Hernández.

Periodista cubano. Presidente de Honor de la UPEC) y de la FELAP.
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