Una fiambrería cualquiera de un suburbio bonaerense. Un cliente de unos 40 años apodado Luca que charla con el propietario del negocio. Después de pedirle 200 gramos de jamón cocido y 200 de queso, le dice que está por terminar la casita que él mismo fue construyendo durante innumerables fines de semana en un terreno que le cedió su padre en una calle de tierra en San Francisco Solano.
Se lo advierte feliz a Luca. Cuenta sin necesidad de preguntas, describe como se describen las cosas que uno quiere. Sin que se lo pidan muestra en la pantalla de su celular como está quedando la cocina, el comedor, el dormitorio, los cerámicos del baño, el piso del pequeño patiecito que comunica con el lavadero.
El entusiasmo auténtico que irradia también le permite comentar que en estos días va a colocar en ese pequeño patiecito de tierra y baldosa un aro de básquet para que sus dos hijos de once y trece años puedan empezar a familiarizarse con el deporte que siempre amó. Aclara que como no necesitó contratar mano de obra para levantar las paredes, hacer la losa del techo y la instalación eléctrica, colocar el termo tanque, revocar, pintar y darle el toque final a toda la obra se ahorró por lo menos diez millones de pesos.
“Estoy muerto, me duele hasta el alma. Mi viejo me dijo que parara un poquito porque si seguía así un día de estos me iba a morir laburando, pero la verdad es que tengo una alegría que no me entra en el cuerpo”, confiesa con un registro de emoción indisimulable que casi no le da pie para acercarse a una mínima pausa.
Ese estado envidiable de sana exaltación que de ninguna manera esconde ni disfraza, también le abre las puertas a unas palabras que intentan marcar territorio: “Yo siempre fui un muchacho muy humilde, un tipo de barrio común y esto que hice aprendiendo todos los yeites en la compu no me pone por encima de nadie, pero tampoco por debajo de nadie”.
Se nos ocurre que Luca es un caso testigo del hombre apasionado que persigue un sueño. No un sueño épico o irrealizable. No la fantasía de heredar de la noche a la mañana una fortuna incalculable para romper la tarjeta en un shopping de alta gama y adjudicar su notable progreso económico al talento, la transa y el oportunismo financiero hoy tan extendido y reivindicado.
Quizás Luca es el retrato como tantos otros retratos del tipo que conserva un orgullo clasista en tiempos de grandes confusiones y desenlaces. Él es de la clase de “los laburantes que no nos comemos los versos”. ¿A qué versos te referís?, le pregunto. “A que los de arriba van a salvar a los de abajo”, dice convencido. Y sentencia despejando cualquier duda: “Esto me lo enseñó mi viejo cuando yo era un pibito y él laburaba como un mono doce horas por día en una barraca de Avellaneda”.
Luca afirma sin dar mayores precisiones que en la pyme en la que trabaja hace poco más de diez años solo quedan 8 de los 23 compañeros que tenía hace siete meses. “Si me llegaran a rajar, cosa que puede ser muy probable, no voy a dejar que ninguno de los míos se muera de hambre. Ya me di cuenta con la casita que hice que sé hacer muchas más cosas de las que me imaginaba”, dispara dejando de lado cualquier sonrisa.
No suena ni meritocrática ni destila soberbia su línea de acción. Habla de él y sin plantearlo habla de muchos. No hace menciones políticas específicas. Pero, sin saberlo o reconocerlo, hay una sustancia y volumen político en sus apreciaciones. Habla de las mayorías. De algunos deseos. De varias decepciones. De ayer, de hoy. De una pileta de lona que tiene que comprar para los pibes. Del aire acondicionado al que no llega. De la luz natural que entra por el ventanal de la cocina. De la compañera de siempre que lo banca en todas. En las buenas. En las malas. Y en las que vendrán. De la onda muy positiva de la gente del lugar que lo ayudó en pequeños detalles. Y en otros detalles no tan pequeños.
Es cierto, no es nota Luca. No lo van a iluminar las luces de ninguna cámara ni de ningún reality. Es un tipo del suburbio que en la dinámica imparable de la gran adversidad fue construyendo algo valioso y perdurable. Proyectar esa construcción a otros escenarios mucho más amplios y diversificados es la foto deseada que aún no se editó.