Por Juan Carlos Camaño (*)
Un grupo para nada menor de corruptos e imputados, que fungen de parlamentarios en Brasil, acaba de dar un golpe contra la presidenta Dilma Rousseff.
La nave insignia de la nueva ofensiva de EE.UU. contra los pueblos de la región, es “la guerra anticorrupción”. Obsceno, por lo paradójico. El país más corrupto de la tierra lidera la “sanación” del resto del mundo, apelando a sus corruptos más obedientes. Un insultante menoscabo a la inteligencia.
A tal punto es así que “las limpiezas” las llevan a cabo los amanuenses de banqueros usureros, de industriales coimeros, de comerciantes extorsionadores, de traficantes de armas, de empresas formadoras de precios en rubros tremendamente sensibles como lo son la alimentación y los fármacos.
Todos a gran escala, como los mafiosos de las poderosas multinacionales saqueadoras de los recursos estratégicos de la humanidad en distintas regiones del mundo. Y ahí, alardeando de demócratas; ahí, en ese caldo nauseabundo de la politiquería, los alcahuetes de EE.UU haciéndose cargo del rol asignado. En este caso, faenar a Dilma.
Son los gerentes de los explotadores de mano de obra esclava y de condiciones de trabajo infrahumanas. Criminales por encargo en el mundo del espionaje industrial, en la sociedad de control y del tráfico de influencias. Gentes de empalagosos discursos por el bien de la República y del planeta sustentable, en medio de una carnicería humana expresada –por citar solo un drama- en millones de inmigrantes desesperados.
Son los administradores de un sistema de acumulación global con raíces y prácticas aberrantes: naturalizadas por sus principales beneficiarios y por no pocas de sus víctimas.
Mercenarios en la ley de la selva. Nada nuevo. Hipócritas, que bajo las consignas no dichas: “neoliberalismo o muerte”, “capitalismo o muerte”, “imperialismo o muerte”, cargan, ahora, contra Dilma, dando continuidad al impune desmantelamiento del proceso de integración latinoamericano y caribeño.
La historia, por mal que le pese al “ensayista” Francis Fukuyana, autor del “Fin de la historia y el último hombre”, no termina aquí. La lucha tampoco.