“Esta realidad es mucho peor que una pesadilla”. Las ocho palabras citadas, extraídas del personaje que interpretó el actor David Carradine en la película El huevo de la serpiente (describe la antesala del nazismo bajo la atmósfera asfixiante de Berlín en 1923), dirigida por el sueco Ingmar Bergman en 1977, revela una síntesis trágica y demoledora de los días que vendrían.
Ese personaje por momentos desconcertado, por instantes lúcido, doblegado por los efectos del alcohol y por sus propios fantasmas, traza una relación casual y tormentosa con el Doctor Hans Vergerus, quien acompañado por sus delirios científicos y registros de una perversidad ilimitada, advertía la génesis de la catástrofe inminente que llegaría a Alemania en diez años con el advenimiento del Tercer Reich.
La catástrofe invocada llegó con la iconografía de la guerra y del holocausto que nadie desconoce ni relativiza, más allá de los negacionistas patológicos que nunca se fueron. Negacionistas y apologistas de dictaduras que en el pasado y en el presente suelen encontrar grandes complicidades, ven las puertas abiertas y entran.
El Doctor Vergerus anticipaba en aquel Berlín envenenado, las imágenes de un naufragio colosal sin desatender su propia mística de experimentación y destrucción masiva. Esa filosa percepción, sin embargo, no le permitió correrse del escenario. Por el contrario: disfrutaba del sometimiento físico y mental de cuerpos colapsados. O al borde del colapso.
La descomposición social desguazada por la altísima inflación, las luchas políticas sangrientas, el desamparo y el derrumbe total de aquella Alemania postrada de la década del 20, prefiguró el surgimiento de los iluminados por el fuego. De los que se autopercibían como elegidos. De los sanadores de almas perdidas. Y de los salvadores que no terminaron salvando a nadie. El Doctor Vergerus, en la lógica impiadosa del caos imperante, intuyó las formas y el contenido criminal del huevo de la serpiente.
Hoy, en el climax fatalmente homicida del capitalismo, no hace falta ser el Doctor Vergerus para enfocar las pulsiones de las muertes anunciadas que galopan en todas las direcciones y las que se multiplican día tras día, naturalizando lo que el genial Marlon Brando en Apocalypse Now (film de culto de Francis Ford Coppola estrenado en 1979) identificó como el horror.
En esta dinámica brutal despojada de cualquier sutileza, hacerse el boludo es una estrategia muy difundida y hasta reivindicada. Antes y ahora. Rinde. Garpa. Entusiasma. Provoca adhesiones. Y permite huir de cualquier compromiso intelectual. Hasta que deje de llover por un ratito. Aunque la realidad es que el diluvio no para nunca. Solo hace falta observar. Escuchar. Estar atento. Hablar con el vecino o la compañera de asiento en un colectivo o en un tren. Y la trastienda queda al descubierto. Sin maquillaje. Sin botox. Sin luces de neón. Sin protección mediática ni digital. Al desnudo. Para que cualquiera que desee advertir la auténtica dimensión y la magnitud del colapso capitalista en distintas geografías, pueda ser testigo directo de la humillación social, el desprecio repugnante de las clases dominantes al campo popular y la miseria planificada que Rodolfo Walsh supo precisar hace casi medio siglo, adelantando el reloj de la historia.
No es necesario adivinar las postales del futuro cercano como lo hizo el Doctor Vergerus. Las huellas quirúrgicas del presente son incontrastables. Delatan, sin ninguna duda, la crueldad cristalizada de un sistema inhumano que exige una subordinación absoluta. Dar todo para recibir deshechos. Dar todo para aguardar un derrame mínimo que nunca se produce. Porque no existe tal derrame. Es una mentira flagrante. Un engaño institucionalizado. Un buzón que se sigue vendiendo porque las audiencias continúan renovándose en nombre de derechas, ultraderechas, liberalismos, neoliberalismos y fascismos incipientes o casi declarados.
El Estado de bienestar o la intención de construirlo, ya se configuró en los borradores del capitalismo como una pieza de museo imposible de rediseñar. O como parte de una religión descalificada. Es la foto más editada y celebrada de las corporaciones orgullosas de ostentar un poder mafioso diversificado. Un poder inabarcable que no se detiene nunca, ni aun con la certeza de la catástrofe propia o ajena. En especial, ajena.
El hombre (o mujer) voluntarista no puede confrontar con semejante fortaleza. El hombre atomizado o fragmentado, tampoco. En cambio, el hombre organizado en sintonía con un liderazgo amplio (como el de Lula en Brasil, por citar un caso muy próximo y valioso) e inteligente para administrar pensamientos y acciones incompatibles con la prudencia excesiva, el miedo, la tibieza y la ambigüedad política, tiene una pequeña chance, pero chance al fin para intentar transitar por un camino sembrado de colectivismo en todas sus formas y para desactivar de plano los anuncios y la convicción mesiánica y suicida del Doctor Hans Vergerus.