19 abril, 2022

El bilardismo de Bilardo

Por Eduardo Verona (*).- Si el fútbol fue su vida, Carlos Salvador Bilardo siempre naturalizó la certeza de que por ahí y solo por ahí se enfocaba su realización existencial. Por eso su búsqueda nunca dejó de ser unidireccional: darle todo al fútbol, entregarle sin reservas ni mezquindades hasta la última gota de energía física e intelectual.

Y postergar o mejor aún cerrarle la puerta de forma rotunda a cualquier otro escenario, interpretando desde su mirada ombliguista que quizás la felicidad y plenitud estaba directamente subordinada a redescubrir los misterios nunca revelados del juego.

Ese Bilardo esposo, padre y abuelo que cumplió 84 años el pasado 16 de marzo, transita un ocaso irremediable tan común a todos los ocasos, más allá de la enfermedad neurodegenerativa (el síndrome de Hakim-Adams) que padece desde 2017. El legado que deja no admite dudas: su gran pasión. Esa pasión y pulsión enorme e incontenible para intentar ver las luces y las sombras del fútbol, nunca lo encontraron dispuesto a abandonar o a insinuar cierta resignación. O cierta entrega contemplativa.

“Lo mío es esto”, dijo una y otra vez sin correrse nunca de esa definición incorporada como una verdad absoluta. Y cuando no lo dijo, lo pensó, lo imaginó, lo soñó. Alguna vez Jorge Valdano confesó tener sueños de fútbol, como en realidad tenemos todos los que amamos el fútbol. Bilardo, seguramente, los tuvo a su manera. Ubicando el resultado en primerísimo plano y sublimando sin barreras de ningún tipo el valor de la victoria imprescindible. 

Ganó y perdió Bilardo. En la cancha y en la vida. Nada que no conozcamos. Una cuestión de sumas y restas que por supuesto nos interpela a todos. Claro que él vivió para atrapar el triunfo urgente. Lo persiguió como se persiguen las cosas más vitales. Lo necesitaba como el agua. O como el oxígeno que no se ve pero que se palpita. Ese cable a tierra lo alimentó jornada tras jornada con una convicción insoportable. Y lo mantuvo de pie, aun postrado, cuando quizás lo acarician nostalgias, melancolías y dolores  irremediables del cuerpo y del alma.

Nunca admitió Bilardo que podía fallar, creía en la perfección que no existe. Y menos todavía en los laberintos irrepetibles del fútbol. Su lógica fue la lógica de los hombres totalmente convencidos de su virtud. Allí, en ese refugio de la doctrina implacable y el método despojado en muchísimos casos de contexto, nutrió su espíritu.

Los años lo ablandaron un poco, como suele ocurrir. Pero la matriz de su pensamiento fue inalterable. Se desentendió por completo del mundo para internarse en su propio mundo. Esa dedicación excluyente lo terminó aislando. Un aislamiento autogestionado del que nunca se arrepintió. Todo lo contrario: se colgó esa medalla que jamás se sacó. La medalla del hombre que se abastece en soledad, complaciendo con este recorrido a audiencias barnizadas por el individualismo.  

Si fue más o menos feliz en varias etapas de su vida, quizás nunca lo sabremos. Bilardo siempre fue muy celoso de su privacidad emocional, aunque no le faltara expresividad gestual. Pero escondía sus tristezas en las adversidades y sus alegrías en el éxito. No quería demostrar algo en particular. Temía sentirse vulnerable. Tampoco quería dejar señales por el camino. Así, como un cruzado, se construyó como jugador y como técnico, llegando a una cumbre revelada en México 86 que nunca lo colmó.

Decía y repetía que no esperaba reconocimientos de nadie. No era cierto. Los esperó siempre. Día por día. Reconocimientos de la prensa y del hombre común y anónimo que camina por las calles de cualquier capital o suburbio. Tenía pudor en plantearlo. Tenía vergüenza en explicarlo. Pero buscaba lo que él tampoco solía ofrecer. Quería ser un duro inextinguible. Y era duro. Con los de afuera y con los de adentro. Hasta con aquellos y aquellas que le despertaban una sensación de afecto. O de simpatía real o impostada. 

Su ego, que nunca fue menor, tenía que trabajarlo sin ayudas externas para que no se expresara en público. O para que no le jugara una mala pasada en circunstancias complejas que pudieran desacomodarlo. El control férreo al que se sometía no le permitía distracciones. Porque la distracción en cualquier área, para la emocionalidad de Bilardo, era una falla mortal. Y una claudicación imperdonable que siempre lo persiguió. Y por proyección también persiguió a todos los jugadores que dirigió.

Esa susceptibilidad extrema para observar los pequeños o grandes detalles que suceden adentro o afuera de los límites de una cancha (conductas de los futbolistas, costumbres arraigadas o adquiridas, dedicación full time no ejercida, por ejemplo), hizo de Bilardo un examinador muy dogmático e inflexible que cruzó sin pedir permiso los límites de todas las intimidades y de todas las prudencias.

Más rígido y más cerrado que su mentor, Osvaldo Zubeldía, arquitecto de aquel Estudiantes multicampeón de la década del 60 que rompió la hegemonía de los clubes grandes del fútbol argentino, la tesis de Bilardo nunca dejó margen para ninguna otra lectura que no fuera la suya. Con una excepción clamorosa: Maradona. Con Diego tuvo que negociar. O consensuar para aplicar una palabra con un contenido más diplomático.

En la Selección, en Sevilla y luego en Boca, Bilardo se vio en la necesidad imperiosa de coordinar estrategias que lo conectaran con el pensamiento y la sensibilidad de Maradona. Y no siempre funcionó, aunque en México 86 la plenitud excepcional de Diego terminó abrazando de manera simbólica y real el mensaje del técnico.  

Que Bilardo haya sido parte de la religión del fútbol que atravesó la geografía de la Argentina es un dato incuestionable. Que haya encontrado miles de reparos y rechazos muy convincentes y atendibles a su idea, a sus estrategias extradeportivas (imposible no mencionar sus alfileres mágicos, el vick vapoub en los ojos de los rivales, el penoso episodio del bidón de agua adulterada que bebió el brasileño Branco en Italia 90 y la sospechosa intoxicación que padeció Daniel Passarella en México 86, entre otros episodios) y a la praxis que endiosó, es otro perfil innegable. En otro orden, subestimar, parcializar o relativizar su enfoque totalizador en el marco de los cruces verbales de ida y vuelta que mantuvo con el Flaco Menotti durante décadas, es banalizar el valor de las diferencias irreconciliables siempre presentes.  

Dicen los testimonios históricos que ese hombre atrapado por pasiones y pulsiones muy específicas, cumplió 84 años hace poco más de un mes. Pasiones y pulsiones nunca ocultas atravesaron su vida pública. Y seguramente su universo privado, hoy abierto por las distintas plataformas mediáticas a las curiosidades exaltadas, a la mercantilización de las anécdotas y al morbo ajeno que celebra la desmesura.


(*) Periodista. Miembro de Conducción de UTPBA.

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