2 noviembre, 2017

El cine de Lucrecia Martel y las cicatrices perceptivas

Por Guido Fernández Parmo (*).- Finalmente llegó Zama, la última película de Lucrecia Martel. Una muy buena razón para ponerse a mirar las otras tres películas de la directora, La Ciénaga, La niña Santa y La Mujer sin Cabeza, y para leer la novela homónima de Di Benedetto en la que se basa la película.

Siempre me impresionó la madurez de Martel, como si hubiera nacido en el cine ya grande, ya autora, con una visión del mundo y del cine adulta y certera. Lucrecia Martel es como Atenea, la diosa guerrera hija de Zeus: nace adulta y con todas sus armas listas. Así fue desde La Ciénaga y lo sigue siendo con Zama.

Si Lucrecia Martel es una mujer-guerrera es en primer lugar porque su cine es al mismo tiempo, como ocurre siempre con los grandes  (Bergman, Fellini, Kaurismaki, Lynch, llenen ustedes el etcétera), crítica de la realidad y de la representación que nos hacemos de ella.

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Percibimos a la realidad a través de las imágenes que la industria y el mercado impone día a día. Estas imágenes dominantes nos hacen percibir, sentir y pensar acorde a las exigencias del mundo. La propia lógica del mercado hace que estas imágenes operen por redundancia: una y otra vez pasamos por las mismas percepciones de la realidad. En este sentido, estas imágenes industriales forman un surco en nuestros cuerpos diciéndonos qué pensar y qué percibir de lo real. Curiosamente, estos surcos nos anestesian.

Cualquiera que se haya encerrado en el cine a ver una película de Martel habrá notado algo de otro orden. En sus películas nada ocurre como esperamos y entonces nos saca del surco y de la representación hegemónica. Con Martel la anestesia empieza a terminarse y un cosquilleo aparece. En primer lugar, un sentimiento otro nos invade al ver esas imágenes desencuadradas, esos espacios agobiantes, los cuerpos fragmentados, los tiempos empastados. Hace unos días un amigo me comentó que fue a ver Zama. Entonces yo le dije, excitado, lo que a mí me parecía. “Pero, le dije, no me hagas caso, porque para mí Lucrecia Martel es una genia que debería estar en el olimpo del cine junto a Sergei Parajanov” (recordaba yo en mi cabeza las declaraciones de Godard sobre el cineasta armenio-soviético). Y entonces mi amigo me respondió sorprendido: “¡¿Zama la dirigió ella?! Porque tuve la misma sensación que cuando vi La ciénaga, me acordé durante toda la película de La Ciénaga“. La genialidad radica en esos autores que alcanzan a saborearse a oscuras y anónimamente.

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Ese sentimiento de mi amigo nos invita a cuestionar a la realidad que vemos. Se trata de la experiencia de aquello que la imagen dominante deja afuera. Y lo que sube desde el fondo, desde esa ciénaga en donde los cuerpos se hunden imperceptiblemente, es una fuerza tanto oscura como luminosa que agrieta nuestras representaciones. Como si un muro se rajara y empezara a pasar un rayo de luz, un olor fétido y hasta una brisa fresca.

El cine de Lucrecia Martel nos invita a reflexionar sobre la percepción de la realidad constantemente. Puntualmente, sobre la percepción de tres grandes campos de la realidad: la clase, la raza y el género. Cada uno de estos campos, como sabemos, se divide en posiciones definidas por desiguales relaciones de poder: blanco-negro o blanco-indio, masculino-femenino, burguesía-proletariado, etc.

Las grietas en el muro son cicatrices que nos permiten percibir lo que quedaba afuera. La cicatriz se opone al surco: mientras que este último opera por redundancia y reproducción, la cicatriz opera por agrietamiento y percepción de lo nuevo. La cicatriz siente mientras que el surco anestesia.

Lo que hay en el fondo y sube es también el Deseo como fuerza plástica no capturada todavía por esa siniestra alianza entre clase, raza y género. Un deseo por ello revolucionario. Curiosamente, el deseo fluye entre hermanos, amigos, primos, razas y clases aterrorizando a la moral pequeñoburguesa y cristiana. El Deseo confunde las clases, las razas y los géneros.

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Tomemos al menos una de esas armas con las que nació Martel: el tiempo. En todas sus películas, y Zama en este sentido alcanza una belleza nueva, el tiempo parece empastado. Las cosas no avanzan y la narración tradicional parece detenerse. Empastar al tiempo permite que a los cuerpos les pasen otras cosas. Cuerpos indios, cuerpos femeninos, cuerpos infantiles que están fuera de lugar, cuerpos lastimados, heridos y mutilados. Zama hace lo que las otras películas insinuaban: pone al indio en primer lugar. Al indio, sin eufemismos, sin filtros progresistas. Y los indios actúan, dejan de ser objeto de representación para ser sujetos de sus historias. Martel, como Herzog había hecho en Fitzcarraldo, pone a actuar a los indios para romper con los estereotipos.

Y en ese ritmo detenido de una espera digna de Godot, lo que aparece sobre los cuerpos son los detalles. Los detalles son las fisuras en la representación: las piernas de los hermanos en la ducha de La Ciénaga, la oreja con el resto de espuma de afeitar en La Niña Santa, el color de la piel de los chicos que juegan al comienzo de La Mujer sin Cabeza, el color de los brazos de las indias de Zama, los gestos de complicidad de las mujeres. Por supuesto, los ejemplos serían interminables. El tiempo detenido nos permite ver más, nos permite ver otras cosas, sentir otras cosas, sin las clasificaciones clasistas, machistas y raciales.

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Y ahora que Zama ya está pasando nos queda seguir esperando.

Pero este cine deja sus marcas en el cuerpo. De ahí la genialidad de Martel: mientras ella se ausenta años entre película y película, nos deja sus huellas para percibir y pensar de otro modo a la realidad.

Esperamos pero, afortunadamente, con el cuerpo lleno de cicatrices perceptivas.

(*) Periodista. Profesor en Filosofía.

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