10 octubre, 2017

El día que Marx vio The Matrix

Por Guido Fernández Parmo (*).- La tecnología se ha convertido en objeto de curiosidad y de comunicación masiva. Programas de TV y secciones en conocidos matutinos son dedicados al encantamiento que la tecnología nos produce. Esta última se ha vuelto como una curiosidad de circo, una Venus Negra para europeos racistas, estrella pop que llena estadios convocando a mentes adolescentes. Por todos lados, nos dejamos encantar por las sofisticadas invenciones futuristas, pulcras y minimalistas, a lo Black Mirror. Todos esperamos el nuevo iphone y la última Play.

El protagonismo de la tecnología no se reduce a ser un objeto de contemplación, claro está. Ni de uso. Esto último merece una explicación.

En el famoso capítulo sobre las máquinas de su libro conocido como Grundrisse, Marx explica cómo, al incorporar las máquinas a la producción, el capitalismo mismo nos obliga a cuestionarnos sobre quién produce en la sociedad, quién es el Sujeto del trabajo, el motor de la misma vida social. Marx dice que una de las últimas transformaciones del capitalismo -no olvidemos: del siglo XIX- consiste en incorporar a la producción un “sistema automático de maquinaria […] puesto en movimiento por un mecanismo automático o fuerza motriz que se mueve por sí misma. Este mecanismo automático está formado por numerosos órganos mecánicos e intelectuales, y los mismos trabajadores no son, en última instancia, otra cosa que articulaciones conscientes suyas”.

¿Quién produce en el capitalismo entonces? Como si se tratara de una horrible distopía, quien produce es un sofisticado monstruo compuesto de órganos mecánicos e intelectuales por los cuales la conciencia humana discurre a la manera de la matrix de la novela de Gibson Neuromante. Máquinas, robots, computadoras y humanos, todos mezclados, son quienes producen.

Sigue Marx: “La máquina […] revestida por sí misma de habilidad y de fuerza en vez del trabajador, lleva en sí su propio virtuosismo; dotada de un alma que le infunden las leyes mecánicas que la gobiernan, la máquina consume, gracias a su propio movimiento constante, carbón, aceite, etc., (matières instrumentales), lo mismo que el trabajador consume alimentos”.

La máquina se ha humanizado y el humano se ha maquinizado. El resultado de esta doble inversión es que ya no es posible distinguir entre uno y otro en el proceso de producción. La máquina no es un instrumento del hombre como el martillo. La máquina ha dejado de ser eso que usamos para trabajar para convertirse en el sujeto de la producción misma. La tecnología, así, no es mero objeto de uso, es quien se pone a trabajar.

¿Y nosotros entonces? Somos partes de esas máquinas.

En tanto medio de producción, las herramientas, por ejemplo un martillo, están al servicio del hombre y son el medio a través del cual éste transforma la naturaleza. Pero ahora estamos ante otra cosa, ante un ser nuevo que ha venido a reemplazarnos. La máquina no es un instrumento que usamos, sino aquello que produce y de lo cual formamos parte.

Marx nos muestra que la ciencia ficción, cuando es buena, es el límite de la ciencia, su horizonte y motor: “La ciencia, que obliga a los miembros inanimados de la máquina, por su construcción, a girar con arreglo al fin que persigue, como los de un autómata, no reside en la conciencia del trabajador, sino que, por medio de la máquina, éste actúa sobre él como un poder extraño, como el poder de la misma máquina”.

El alma de este gran monstruo, mezcla de tendones, músculos, metal y circuitos informáticos, es la ciencia como “cerebro social”: un saber que se pone a trabajar y que mueve a los miembros cibernéticos de la máquina social. Porque el saber que pone en movimiento a la producción no puede ser entendido como el saber que el trabajador tiene en sí mismo. Como si dijésemos que el saber es el del ingeniero en informática que desarrolla el software que mueve al robot. El saber como fuerza de trabajo se ha independizado de los individuos y se encuentra más bien metido en las redes y computadoras que animan al mundo.

Las consecuencias de esto son, por un lado, que esta máquina animada por el saber es, en realidad, un monstruoso cyborg-proletario, y, por el otro, que el trabajador individual, con su cuerpo orgánico individual, queda fuera de su órbita acostumbrada de vida. Así lo dice Marx: “En el maquinismo, para el trabajador el saber es algo extraño, externo, y, a la par que el trabajo vivo se subsume al trabajo objetivado, dotado de plena independencia, el trabajador se convierte en algo superfluo, a no ser que su trabajo sea reclamado por las necesidades [del capital]”.

Lo humano nunca ha llegado tan lejos. Como los héroes de The Matrix, Ghost in the Shell o Neuromante, íconos del cyber-punk, la conciencia parece haberse desprendido del cuerpo y fundido en un cerebro social colectivo no-individual. En esta línea van los experimentos que permiten traducir la información neuronal en lenguaje informático: como si el cerebro pudiera meterse en la web y surfear en un estado alterado. Extraña alienación humana en donde seguimos creyendo que consumimos la tecnología como cualquier otra mercancía.

¡Marx debería llevarse todos los premios Hugo que existieran! En nombre de todos aquellos proletarios del mundo capitalista apocalíptico, los Motoko Kusanagi, los Neo, los Trinity y los Case, les pedimos que no olviden la enseñanzas del profeta del siglo pasado. ¡Cyborgs del mundo, uníos!

(*) Periodista. Profesor en Filosofía.

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