No se descubre nada en particular al sostener que el miedo es inherente a la condición humana. Todos tenemos miedos más próximos o más lejanos. Hace ya varios años el controversial Hugo Orlando Gatti nos comentaba en un viejo caserón del barrio de Belgrano (cuando bajo un sol de primavera nos pidió arrodillado que le pateáramos una y otra vez un pelotazo a la cara desde tres o cuatro metros para sentir “un orgasmo de fútbol”, como él lo identificó), lo que significaba el miedo: “En algún momento de un partido y por distintas circunstancias, nos agarra el cagazo. Es la verdad. El que lo niega, miente. No importa quien sea. Es así. El tema es cuando ese cagazo te anula, te quita frescura, iniciativa, te hace retroceder. Yo también, en ciertas ocasiones, tuve cagazo jugando al fútbol. Pero no me anuló. No me quitó frescura, iniciativa ni me hizo retroceder. Lo superé sin meterme debajo del arco para que no se me caiga el travesaño en la cabeza, como pasa con muchos. Arriesgué y me la jugué como siempre. No cambié. El problema es cagarse en las patas y dejarse dominar por esa sensación. Ahí sí que sonaste”.
Las palabras y la interpretación del Loco Gatti pueden proyectarse a todos los escenarios y a todas las actividades. El miedo como gran factor disciplinador. El miedo como mecanismo de conservación y defensa ante amenazas reales o imaginadas. Y el miedo también como síntoma evidente de debilidades inocultables, claudicaciones morales y éticas, obsecuencias, oportunismos y cobardías disfrazadas con tonalidades políticamente correctas.
Esos miedos vitales que no pueden presentarse en sociedad porque avergüenzan y dejan testimonio de una deuda intelectual que somete y humilla la dignidad propia, es la que abunda en tiempos de alta complejidad. Son los miedos que se esconden. Que se tapan. Que en vano buscan borrarse. Y perderse en los pliegues ocultos de las alfombras. Es, en definitiva, el miedo a obedecer el pensamiento que cada uno construye en función de no provocar reacciones, críticas y rechazos en los ámbitos de trabajo, en reuniones familiares, en las redes cloacales y en las otras redes de pescadores orgánicos y furtivos tan amenazantes como patéticos, ignorantes y frágiles, aunque se perciban como invulnerables.
Si prevalece algo en particular en microclimas y atmósferas quemadas por los fuegos artificiales del sistema que nunca se detienen, es la huida celebrada y siempre prematura. Es estar ausente. Invisibilizarse detrás de los tinglados. No dejar rastro. No dar una contraseña. Acariciar con ciertas sutilezas hipócritas los perfiles de la ambigüedad. Frivolizar lo trágico. Exponer con grandilocuencia y seriedad impostada episodios superficiales. Capturar los rasgos más oscuros de la indiferencia. Y escupir palabras despojadas de contexto que no suenan inocentes ni creíbles. Son falsas de toda falsedad. Es humo sobre el agua.
El miedo institucionalizado intenta corroer los cimientos de la participación colectiva. Busca con notable perseverancia quebrar la autoestima hasta de aquellos que se sienten protagonistas indirectos del colapso. Y como representación del miedo a perder o del miedo a fallar, agrede para fortalecer lo que no tiene. Agrede, sobre todo, por miedo. No por cierto coraje ni mucho menos, valentía. Agrede por cobardía.
La magnitud de este veneno de amplio espectro y difusión social no se nutre de los vientos arremolinados que se evaporan en cualquier esquina. Tienen también un capitulo vinculado a las sociedades de consumo bendecidas por las leyes mafiosas del mercado. Al fuerte deseo de integrarlas. A formar parte. A ser uno más para terminar en muchísimos casos, siendo uno menos. Un ladrillo menos en la pared. Un latido menos que para la lógica criminal del orden capitalista no vale la pena atender ni considerar.
Ese miedo que se paraliza y se congela frente a la represalia que llega de una u otra manera sin avisos previos, es muy probable que sea una síntesis imperfecta de otro tipo de dependencias (personales y colectivas) que saturan todos los ambientes. No hay vacuna ni antídoto que detenga ese derrame. Esa muerte agazapada se configura como el viaje crepuscular que millones y millones de personas pagan todos los días. Solo darse cuenta no cambia las cosas. Pero no enterarse (o no querer enterarse) facilita y precipita el derrumbe.