Hace casi cuatro décadas y media , ese extraordinario periodista, poeta y paisajista integral del fútbol y de la vida de todos los días que fue Osvaldo Ardizzone (fallecido el 8 de enero de 1987), entre otras observaciones describía en su columna Juan, el hombre común, la alienación naturalizada de todos los Juanes y Juanas de la cotidianeidad por saber cómo cotizaba el dólar de aquellos días. Lo que era la tablita cambiaria. El valor de las tasas de interés.
La conveniencia o no de sacar un crédito. De medir en carne propia la inflación. De temer por un despido laboral propio o ajeno. Y de ser testigo directo de lo que era la patria financiera con sus innumerables bicicletas que arrojaban a la desprotección, el desamparo y la miseria a millones de personas.
Esa mirada tan humana y tan real de Osvaldo en realidad era la mirada de los hombres y mujeres comunes que transitan sin misterios ni sofisticaciones los vaivenes de la vida. A 40 años largos de aquellas palabras, nada sustancial parece haberse modificado. Ese hombre y mujer común que no se esconde detrás de ningún vidrio polarizado ni habla como lo indican los libros elegidos de las academias, hoy advierte lo que el Viejo Ardizzone ya veía a finales de los 70 y el arranque de los 80 cuando la dictadura genocida elegía quien vivía y quien moría.
Eran los perfiles de la sociedad invisibilizada. La sociedad subestimada. O la sociedad pulverizada por los rasgos más recalcitrantes del capitalismo siempre salvaje. Porque no hay un capitalismo humanista como se lo pretende registrar con elegancias y obsecuencias políticas y diplomáticas. Su génesis es fiel a su clásico instinto depredador: la acumulación por la acumulación misma, sin reparar en nada de nada.
La foto literaria y testimonial que suscribió el Viejo en las páginas en blanco y negro de esa recordada y valiosa revista que fue Goles Match, también es la foto del presente. La alienación colectiva es la misma. O muy parecida. Los términos son muy similares, casi idénticos. El bombardeo desinformativo camina en una dirección inequívoca: colonizar el pensamiento ajeno. Saturarlo de consignas reaccionarias. De mentiras. De preocupaciones. De urgencias. De ansiedades. De angustias. De confusiones. De basura, en definitiva. Basura funcional a los fines perseguidos.
¿A cuánto cerró hoy el dólar? ¿Cómo cotizó el blue? ¿Y el dólar oficial? Y el dólar turista? ¿Y el dólar MEP? ¿Y el dólar ahorro? ¿Y las tasas suben o se mantienen? ¿Y la inflación baja o está dibujada por algún tecnócrata esa caída? ¿Con qué y hasta donde extorsiona el FMI? ¿Cómo está el riesgo país? ¿Conviene comprar con la tarjeta? ¿Conviene sacar un préstamo? ¿O conviene no pedirle un mango a nadie y bancarse el diluvio debajo de un puente? Se lo preguntan los tipos de la calle y lo exponía antes Osvaldo con algunas diferencias de climas y de contextos. El se lo preguntaba observando la superficie y el fondo. La superficie no es la anécdota ligera, pero no es lo más trascendente. El fondo, en cambio, es la lluvia permanente que nunca cesa. Es la lluvia que inunda las aldeas que quizás nunca se inundaron. O se inundaron menos. Es la lluvia que empuja hacia la inacción. Porque penetra. Desarma. Altera. Desconcierta. Y produce resignación, dolor, resentimiento.
¿A cuánto se va a ir el dólar a fin de año? ¿Qué hacemos con los pesos? ¿Qué hay que comprar? ¿Qué hay que vender? No lo expresaba el Viejo con esta textualidad en el crepúsculo ruinoso de los 70 y el amanecer de los 80. Pero anticipaba con su talento y su sensibilidad artesanal como se iba desarrollando la película que sometía a los hombres y mujeres comunes a padecer (entre otras tragedias) las ficciones económicas y financieras de la época. A estar atento a lo que proclaman los intérpretes de los mercados. Y a seguirles los pasos a los lobbistas que operan las 24 horas de cada día traficando información envenenada en beneficio de sus empleadores que están aquí y que están allá.
Lo sabía Osvaldo solo con detenerse en una parada de colectivos o en una estación de tren o subte y mirar a la gente anónima que abrazaba los apuros. Las décadas transcurridas no cambiaron demasiado el paisaje. Las pantallas de los celulares se sumaron a la escenografía. Y los apuros se fueron multiplicando. No son detalles, pero no son lo central. ¿Qué es lo central, entonces? El hombre y la mujer común constituyéndose en rehenes aplicados de los cambalaches propios de la sociedad de consumo. Hasta que se consume la existencia.