Hace varios años le planteamos a ese extraordinario zaguero central que fue Roberto Perfumo (fallecido el 10 de marzo de 2016) una interpretación sobre “la crisis del último hombre” vinculada al juego del fútbol, en una nota para la revista El Gráfico.
El último hombre en clave futbolera es el último defensor. El que barre el fondo. El libre. El que cubre, respalda, protege, corta y aparece cuando los demás ya fueron superados o están a punto de verse desbordados. Hoy, por ejemplo, esa función la representa en la Selección campeona del mundo el Cuti Romero. Antes, Roberto Fabían Ayala, por citar otro caso.
La respuesta a la que apeló el Mariscal Perfumo siempre la evocamos, incluso para trasladarla a otros escenarios. Nos dijo, entre otras consideraciones: “El último hombre está en crisis porque estos son los tiempos del hombre light, con poco compromiso y solidez”. No habló Perfumo del “hombre líquido”. Pero en el devenir de los años la asociación nos pareció inevitable.
Esa especie de “hombre light o liquido”, es el hombre (o la mujer) que no está en ningún lado en particular. O que hoy está aquí y mañana allá. Sin certezas de ninguna naturaleza. Sin convicciones firmes. Sin afirmaciones consagradas ni negativas ratificadas ante testigos valiosos. Es, en definitiva, la apología de la liviandad. De la superficialidad expresada hasta con orgullo. De la adhesión a sola firma que al otro día puede ser una desmentida feroz. O un abrazo que de la noche a la mañana se reconfigura en una traición, acorde al desarrollo sinuoso del pragmatismo más venenoso.
Es cierto, en la actualidad tiene buena prensa “el hombre líquido”. Se lo elogia como un signo de la época. Hasta se lo reivindica. Y se lo caracteriza como un sujeto colectivo con una alta percepción para saber intuir y adivinar las oportunidades que se le pueden presentar. Es apto para todo servicio. Para llevar y traer según las circunstancias. Para caminar por arriba de las ideologías. Y para jugar sin ninguna camiseta, mirando siempre su propio ombligo. Nunca bancando en serio a nadie. Nunca tirándole una soga a nadie. Salvo a su individualismo. Y a su paranoia individualista, barnizada por su enamoramiento, sin restricciones, a las redes sociales que suelen ser antisociales.
La imagen del “hombre líquido” se fue extendiendo como se extienden las plagas insuperables. Ganó espacios en todos los territorios, exhibiéndose como la representación de una virtud que merece reconocerse, admirarse y copiarse. Esa abstracción tan potente y tan real que es el sistema lo adoptó con un entusiasmo notable. Porque es el hombre que se lo lleva el viento. Que no tiene raíces. Que no tiene estructura. Que no tiene pasado. Y que flamea sin remordimientos. Porque no se aferra a ningún remordimiento. Solo persigue, con urgencia, su zanahoria. Esa búsqueda de realización unipersonal es la que lo conmueve. Y lo entrega a un refugio de tintes hedonistas.
Las evidencias indicarían que “el hombre líquido” ganó la batalla cultural. Que se impuso acompañando la dinámica de los tiempos líquidos, que también son los tiempos de las derechas y ultraderechas criminales con pretensiones hegemónicas. Ese hombre desperfilado sirve para estos propósitos. Calza como anillo al dedo. Se identifica con los contenidos y la subcultura light, aunque de light solo tiene el envase. Su espesor, volumen y carnadura revela una sintonía quirúrgica con el menú más reaccionario.
Perfumo hizo una síntesis aplicada a una tarea futbolística. En realidad, su mirada filosa trascendió la especialidad. Fue mucho más allá. Casi sin proponérselo. Y sin plantearlo en términos estrictamente políticos. Pero aquel hombre light que él dibujó en el aire, es el hombre líquido que intenta sustituir al hombre sólido. Al que no lo confunden con un amague. Ni se come un caño por comprarle claveles rojos, blancos y amarillos al enemigo.