El cineasta, poeta y brillante intelectual italiano, Pier Paolo Pasolini (asesinado por las sombras del fascismo el 2 de noviembre de 1975 en la playa romana de Ostia), sostenía que en algún momento había que aprender a decir “no”. Ese “no” esencial, oportuno, certero y determinado se inscribe en la posibilidad de condenar la adaptación interminable a dinámicas y episodios no deseados. La adaptación que durante las 24 horas de cada día nos pide y nos exige el mercado como hijo prodigioso y celebrado del sistema capitalista.
¿Se aprende a decir “no”? ¿O es muchísimo más fuerte la tendencia y la opción por el “sí” perpetuo que anuncia vulnerabilidades incontrastables? El “sí” perpetuo es la aceptación ipso facto de cualquier alternativa que se promueva. Es la sumisión consolidada para satisfacer, en muchísimos casos, necesidades y beneficios ajenos. Es regalar con los ojos cerrados la lectura y la interpretación de los actos propios. Es plantear y cultivar el “sí” a repetición para no incomodar, no ofender, no contraponer, no despertar enconos y reacciones y no ser rechazado.
La realidad de todos los días nos indica que es más fácil y más sencillo decir que “sí” que decir que “no”. La debilidad autopercibida suele empujarnos al “sí” complaciente. La claudicación absoluta del “yo” (que no es lo mismo que la ruinosa ultraindividualidad) nos acerca a perfilarnos como sujetos atrapados por las grandes simplificaciones y facilismos. Ser, en definitiva, un eslabón desolado en tierras desoladas. Y muy permeable a repetir los lugares comunes y las estupideces de ocasión, en favor de las clases dominantes que siempre piden todo y nunca dan nada.
Por elaborar varios “no” durante su extraordinaria travesía intelectual artística y política, enjuiciando la omnipresencia reaccionaria de la Iglesia, a la viejas y nuevas burguesías europeas, a las aristocracias derrumbadas por sus actitudes miserables y al capitalismo como centro neurálgico de las catástrofes humanitarias, el precio que pagó fue su muerte prematura a los 53 años, teñida de versiones, conjeturas, sospechas, mensajes mafiosos cruzados y confirmaciones nunca del todo aplicadas a los libros genuinos de la historia.
En esa misma dirección, aquellas palabras que supo pronunciar el Premio Nobel de Literatura, Albert Camus (murió en1960 en Francia a los 46 años, producto de un accidente automovilístico) cuando sentencia en su obra El hombre rebelde que “más allá de este límite no irás, no pasarás”, quizás reflejan de manera cruda y demoledora que siempre hay que tener un “no” o un freno simbólico y real al alcance de la mano para alejarse de la tibieza, la ambigüedad, el miedo y la resignación.
La seducción por el “sí” automático, fatalmente clamoroso y obsecuente encierra la ceguera de la obediencia testimonial. Expresa la negación férrea de la intelectualidad. Revela la clausura de la duda virtuosa como figura de superación. Y viaja en una dirección inequívoca: en innumerables ocasiones acompaña sin acompañar. Está ahí, cerca de todo, ¿pero para qué?
Para sostener el “no”, o como invocó Camus apelando a su pensamiento vivo, nunca es tarde para señalar que “más allá de este límite, no pasarás”. O no pasarán los enemigos declarados del campo popular. Porque si pasan en función de cancelar el “no” con el propósito de adaptarnos sin registrar casi nada, a la vuelta de la esquina nos van a convertir en escombros. Muy modernos, muy tecnológicos, muy mercantilizados en el arte bizarro del toma y daca. Y sobre todo, muy pelotudos.