Por Juan Chaneton (*).- Al cierre de estas líneas, en el anochecer porteño del martes 10 de octubre, un gran signo de interrogación comenzaba a perfilarse sobre el proceso independentista de Catalunya. Carles Puigdemont, que pocas horas antes había hablado en el Parlament, todavía parecía más el presidente de la Generalitat que el de la República de Catalunya. Y ello se debió (se debe aún) al hecho de que su alocución fue una pieza maestra de la ambigüedad.
Calmoso, incluso impertérrito a pesar de las presiones que viene soportando, y exhibiendo su ya famosa imagen con un difuso aire a Harry Potter, dijo que venía a comunicar al pueblo de Catalunya su decisión de ser fiel al mandato del 1º de octubre, esto es, a declarar la independencia, cosa que se supone que hizo para, inmediatamente, suspender los efectos de esa declaración por un tiempo que no fijó y que, se presume, debería constituir un lapso prudencial para que el gobierno español se avenga a negociar.
Siempre al cierre de esta nota, los gobiernos de Gran Bretaña y Bélgica, ya habían formulado una exhortación a ambas partes para entablar negociaciones. Sin embargo, la guardia civil de España, como respuesta inmediata a las palabras de Puigdemont, empezó a cerrar páginas web y comenzó a patrullar las calles. De nuevo cerraron la página de la ANC (Asamblea Nacional de Catalunya), una asociación civil, sin autorización de ningún juez. Esto está ocurriendo al momento de escribirse estas líneas y se espera que enseguida se aplique el artículo 155 de la Constitución española y ya Madrid dijo que no piensa dialogar.
Este art. 155 resuelve por vía expeditiva (por la fuerza) todo conflicto existente entre una comunidad autónoma y el Estado español cuando la crisis atenta gravemente contra el interés general de la Nación. Este supuesto quedaría configurado en el caso de un intento de secesión toda vez que, en esa hipótesis, se estaría afectando la integridad territorial del Estado. En el 155 se prevé, además, un primer paso que implica el requerimiento a las autoridades de la comunidad incumplidora para que depongan su voluntad independentista. En caso de que dicho apercibimiento fuera desoído, las medidas a adoptar por el Estado deberían ser aprobadas por la mayoría absoluta del Senado. Tendríamos, de este modo, dos poderes del Estado español actuando en el caso: el ejecutivo y el legislativo. Se supone que el presidente del gobierno español y cabeza del ejecutivo, Mariano Rajoy, recabaría, también, un pronunciamiento del Tribunal Constitucional de manera que sean los tres poderes del Estado los involucrados en la maniobra. Se trataría de un modo de hacer más de lo que hasta ahora ha venido haciendo Rajoy, esto es, abroquelarse en la legalidad, ya que la legitimidad de sus procederes han quedado más que en duda desde la brutal represión del 1-O para ahogar un genuino sentimiento que anida ya -al parecer de modo definitivo- en lo más profundo del pueblo catalán.
A la violencia represiva del 1-O el gobierno del PP agregó la amenaza de fusilar a Puigdemont proferida por un fascista de ley como Pablo Casado, vocero del Partido Popular que gobierna España, quien le auguró esa suerte al presidente catalán. Va aterminar como Lluís Companys, dijo Casado refiriéndose a quien fue torturado y fusilado en 1934 por el franquismo precisamente por declarar la independencia de Catalunya. Y lo dijo -irónicamente- trepado a un púlpito donde había un cartelito que rezaba “Creciendo en democracia”. Cínico, el hombre.
Lo que está ocurriendo en ese territorio nacional ubicado en el extremo nororiental de la península ibérica es pasible de múltiples abordajes, pero uno importante es advertir que cuando lo júrídico ha dejado paso a la inexorable politización del asunto, las partes siempre deben pasar revista, si lo que quieren es el triunfo, a los activos de poder con que cuentan. Y el Estado español cuenta con la policía y el ejército (que son la parte del Estado que se usa cuando el diálogo está roto), mientras que el pueblo de Catalunya, en términos de poder político, sólo cuenta consigo mismo organizado y movilizado ocupando las calles, las carreteras y todo espacio público que cuadre.
Pero por eso mismo, no parece haber sido la mejor de las opciones la que mostró Puigdemont el día 10 en el Parlament. Declarar la independencia e inmediatamente anular sus efectos parece más bien una chicana leguleya que una estrategia de poder clara y decidida. Con ese acto, se ganó el odio redoblado del Estado español y, al mismo tiempo y por el mismo precio, cortocircuitó el único cable que lo unía a su única fuente de poder político: el pueblo movilizado.
Hem perdut una oportunitat històrica -decía la CUP (Candidatura de Unidad Popular, partido de izquierda/ecologista con diez diputados en el Parlament)-; y sólo queda decir ojalá que así no sea, pero parecía una oportunidad histórica y parece haberse perdido. Perdió la oportunidad Puigdemont de decir no me siento a dialogar con quien me quiere fusilar, algo que todo el mundo podía comprender fácilmente.
Ana Gabriel, de la CUP, tiene razón cuando dice… “Nosotros no podemos suspender los efectos de nada. Se dice que es porque se va a la negociación. ¿Con quién? ¿Con el Estado español que permite la acción de la extrema derecha en la calle? Nos encantaría hablar de mediación y diálogo, abordarlo desde un marco real, entre iguales. Nosotros nos mantenemos firmes en este objetivo. No queremos asumir la derrota. Queremos romper las cadenas del 78. Queremos hacer efectivos los resultados del 1-O”.
Parece una posición de principios y parece una posición realista.
En un sentido teórico y muy académico, lo que se ha jugado y se juega todavía en Catalunya es lo mismo que se ha jugado y se juega en Venezuela: soberanía popular o supremacía constitucional. En el escenario europeo, esta tensión de opuestos se despliega bajo la forma dominante de la cuestión nacional; aquí, en el norte de Sudamérica, la Revolución Bolivariana procesa la misma tensión pero bajo la dominante forma de la cuestión social. Catalunya procura enfilar su marcha histórica hacia la independencia nacional. Venezuela es ya una nación que procura construir el socialismo, su socialismo. Pero en ambos procesos el dilema es el mismo: si la Constitución es inamovible, queda obturado el camino hacia la transformación; si lo inamovible resulta ser la voluntad popular, entonces es el pueblo quien decide cómo y bajo qué tipo de organización social y sistema de gobierno quiere vivir.
Los catalanes, a lo que parece, vienen luchando por ser una Nación libre e independiente desde la temprana edad media. En el Parlament, el martes 10 de octubre, resonó diáfana la voz de Anna Gabriel de la CUP: “No queremos sumisión, queremos ser libres y organizarnos, una república abierta al mundo. Queremos una república donde el pan y la vivienda sean derechos fundamentales. Queremos que dibuje un nuevo mapa de relaciones institucionales, donde quepa todo el mundo menos el racismo y el odio. No pensamos renunciar. Hoy iniciamos una nueva etapa de lucha porque hoy ya no podemos suspender los efectos del 1 de octubre”.
Las calles serán siempre nuestras, dice el título de esta nota. Y los catalanes, el pueblo catalán, si optara por fortalecer al partido Candidatura de Unidad Popular (CUP), tal vez podría aspirar a sintetizar, en un solo programa, la cuestión nacional y la cuestión social. De eso se trata, en suma. La burguesía española lo sabe, y también lo sabe la burguesía catalana. Una tensión más, que da cuerpo a una realidad obstinadamente dialéctica, tozudamente contradictoria.
(*) Periodista y escritor