Por Juan Chaneton (*).- Una de las sagradas escrituras de la derecha mundial fue aquel texto ochentista denominado “El fin de la historia y el último hombre”, de Francis Fukuyama. Nunca estuvo claro por qué Fukuyama no tituló su opúsculo “El fin del futuro y el último hombre”; pues el sentido de “fin” que contiene esa divagación es, de modo muy principal, la clausura, desde el presente hacia adelante, de toda posibilidad de pensar un tiempo venidero que no sea idéntico a este presente capitalista a escala mundial que nos depara la así llamada globalización.
El pasado, como historia, también es abolido en ese libro, pero no por disolución sino porque se torna irrelevante para inspirar acciones transformadoras en la política presente, así lo cree Fukuyama. Y esta irrelevancia se debe a que no hay modo de pensar ninguna forma económica y ninguna sociedad no ya opuesta sino, ni siquiera, diferente al capitalismo. Y esto no es posible ni aun mirando hacia el pasado para tomar como ejemplo los conatos antisistémicos proletarios y populares que, en su momento, quisieron ofertarle a la humanidad otra forma de organización social. La fuerza del capital globalizado en acto y desenvolviéndose continuamente es de tal magnitud que no encuentra ni encontrará dique de contención. El pasado como historia no sirve y el futuro no existe porque, de ahora en más, será igual al presente.
Pero Fukuyama describe y alguien o algo dispone por él. Su prognosis puede considerarse más una profecía en pos de su autocumplimiento que una realidad sin salidas a la vista. Pero echemos una mirada más a la realidad del mundo de hoy antes de ensayar una refutación del conformismo y la resignación, que de eso se trata.
La base material del occidente capitalista de la posguerra, marcada por el maquinismo y el fordismo de la producción industrial, en la medida en que ha dado todo de sí, ya no existe como tal y en su lugar se ha ido conformando un cimiento (una “infraestructura”) engañosamente menos denso, cuya materialidad evanescente modula su presencia en forma de comunicación vertiginosa, de inteligencia artificial y de robótica aplicada a la producción. Sobre esta “base material” culebrean por el mundo los flujos de todo tipo, los financieros de modo muy evidente.
El canon estético dominante, como reflejo de esta globalización, es una espasmodia (si cabe el neologismo) repiqueteante y obsesiva. Una toma fotográfica de un recital de Julián Serrano es una postal del presente, de un puro presente, es decir, de un presente al cual se le ha amputado el pasado y el futuro. Hay, allí, decenas de miles de jóvenes que, es legítimo suponerlo, viven su vida cotidiana sin otro incentivo que no sea el de repetir, mañana, el rito iniciático con su ídolo devenido ícono al que se adora porque ofrece su cuerpo como objeto sensual sin que nada más importe.
Hechos como el apuntado están ocurriendo a escala ampliada y autorreconfigurándose constantemente. El capital globalizado ha inundado el mundo y, al hacerlo, ha suprimido el tiempo, pues instala subrepticiamente, en el espíritu de época, la semilla de la sospecha, y esa sospecha se refiere, de modo vacilante y borroso pero persistente, al pasado y al futuro, de tal modo que comienza a percibirse -siempre de modo borroso y vacilante- que el pasado nada importante tiene que decirnos y el futuro nada nuevo que ofrecernos. Con el agravante de que, a esa luminiscencia trémula, se le añade una apariencia que asfixia por alienante, aun cuando simula proveer ese bienestar tan parecido al que proporcionan las ingestas disponibles en una fiesta rave, y esa apariencia es: lo espacial ha derrotado a lo temporal, lo simultáneo a lo sucesivo y el puro presente al pasado y al futuro. Es la postal millennial de Julián Serrano: todo, allí, es puro presente en un tiempo detenido.
En este punto, sólo queda el espacio, pero como es un espacio sin tiempo, en la medida en que la ideología negocial es la única presencia activa en un presente absoluto, tampoco tiene, ese espacio, lugar para el arte ni para aquellos ámbitos que, en un pasado que ya no existe, constituían los lugares privilegiados de la crítica y de la impugnación; y entonces, un espacio que es puro presente sin su opuesto negativo, sin la crítica, sin el arte, sin la rebelión, sin la menor posibilidad de marchar en otro sentido que no sea el sentido presente, es un espacio que tampoco entrega resquicios para la libertad; y el único espacio para la libertad en un espacio sin pasado y sin futuro, resulta ser el propio cuerpo y, sobre él, el ejercicio del simulacro libertario, el tatuaje, una forma del malestar en la cultura de nuestro tiempo, un escape hacia una fuente sin agua, hacia un cántaro vacío…
Pero si la globalización impone un canon estético dominante, lo no dominante también existe. Sólo que tal vez se halle agazapado a la espera de su momento. Por su parte, la política se muestra, pese a todo, más revulsiva. Notamos que si antes estaba constreñida a los escenarios nacionales, en el hoy de la globalización capitalista se ha desplazado hacia una espacialidad global en la cual la reivindicación nacional se constituye a sí misma como opuesto de la internacionalización que implica la globalización y por eso ésta encuentra resistencias bajo el formato nacional o bajo las tendencias centrífugas hacia las secesiones.
Es un efecto de la globalización, que también es causa de lo siguiente: “…todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”. Sin las comillas y sin cita de fuente, pasaría como una descripción del hoy. Aunque se trate de un extracto del Manifiesto Comunista.
Ya en el siglo XIX, Marx se insinuaba como un pensador del mercado mundial y de la situación política mundial. Y al modo en que el fantasma del padre de Hamlet se le aparece a Hamlet, así también la espectralidad de Marx se instala y vacila en el borde de la globalización capitalista. Parece que Marx “sobrevive”, pero tal vez nunca haya muerto. Es como la carta robada en el cuento de Poe (Fredric Jameson dixit): nadie la leyó, pero todos hablan de ella.
Un nuevo “espíritu del marxismo”, del cual se ha expurgado toda asociación con regímenes autoritarios, recorre, no ya Europa, sino el mundo entero. Es, por ahora, pura espectralidad que sólo se encarna, a veces, en las circulaciones discursivas del ámbito académico. Si, como parece ser, el capital se ha internacionalizado hasta globalizarse, esta dinámica totalizadora (totalizante y totalitaria) debería engendrar su opuesto “dialéctico” en busca de otra libertad posible. Este no aparece aún y, preventivamente, contra esa espectralidad que vacila como amenaza, surgen las derechas, hato de rebeldes sin más causa que la añoranza de la barbarie y sin otro programa que el odio por las luces de la razón, en las cuales no sólo abrevó Voltaire, sino también Marx.
Hoy, en nuestro siglo XXI, una suerte de ultraactividad de Jacques Derrrida nos sopla en la nuca. Él también fue, a su modo, un iluminista, y sólo de él, rica y fecunda, es la expresión que da título a esta nota y también la recurrente invocación a los fantasmas, tal vez una demasía en la que, con poca fortuna, hemos incurrido.
(*) Periodista y escritor