Por Rosa Miriam Elizalde (*).- Para los cubanos y en particular para investigadores y profesionales de la comunicación en Cuba, Rosa Luxemburgo es un referente ineludible. Entendemos, junto a Rosa, la trascendencia de oponer, a la dictadura de la burguesía, la democracia del proletariado, sin simplificaciones y sin el optimismo fácil de la religión del progreso democrático: la ilusión en una democratización creciente de las sociedades “civilizadas” o tecnológicamente “avanzadas”, que era dominante en su época, tanto entre los liberales como entre los socialistas.
Esa ilusión “democratizadora” la estamos viviendo con la revolución digital y el paso acelerado del paradigma de los medios masivos de comunicación al paradigma de la masificación de los medios, que ha hecho realidad la utopía que imaginara Bertolt Brecht con la radiodifusión -recordemos su sueño de que cada oyente no solo escuchara, sino que hablara-.
Pero esa posibilidad convive no solo con un proceso de colonización del espacio, el tiempo y las palabras de los ciudadanos, sino de lo que es más importante, de sus mentes y sus imaginarios. Convendría entonces plantearse un reto partisano: o liberamos la “comunicación” o seguiremos sufriendo la barbarie de un modelo y sus derivas que nos tratan de vender como libertad de información lo que no es sino el reino de la esclavitud.
Una vez más, Europa es escenario y presa de una guerra. Sus efectos encienden las alarmas en todo el mundo por sus consecuencias políticas y económicas, principalmente en sectores como el agroalimentario y el energético, tras una pandemia de la que aún nadie se ha recuperado. En América Latina, que iba saliendo de la pandemia más empobrecida y desigual de lo que ya era, la guerra en Ucrania coloca más obstáculos para la construcción de una salida social a la crisis. En ese contexto, en Cuba, se suman los efectos de más de 60 años de bloqueo de Estados Unidos, y el recrudecimiento de las sanciones durante las administraciones de Donald Trump y Joseph Biden, que buscan asfixiar cualquier alternativa política y social a un capitalismo que ha demostrado no solo ser incapaz de garantizar la vida de sus ciudadanos, sino que supone su principal peligro.
Esta nueva guerra se produce en simultáneo con una ofensiva de más larga data y a la que los marxistas no siempre prestamos la debida atención. Hay una guerra, sí, pero operan dos lógicas en paralelo a escala mundial que envuelven todos los aspectos de nuestras vidas.
Por una parte, opera la lógica de las armas: la intervención violenta o la amenaza de ella dondequiera que el conflicto favorezca a la dominación y los intereses imperialistas. Esta lógica tiene como objeto eliminar de cuajo cualquier atisbo de resistencia, de rebeldías y de proyectos alternativos y soberanos frente al capital. Los instrumentos que utiliza esta guerra son indirectas a través de presiones, de la extorsión y las imposiciones; de las conspiraciones, atentados y sabotajes terroristas; o directas a través del uso de la fuerza militar, en guerras sucias o abiertas. La soberanía de los Estados como principio del derecho internacional es violada en la práctica a partir de las exigencias que se hacen a la mayoría de los naciones y estados de practicar un modelo de “democracia” homologada por los centros de poder del capital, pero, también, desde una reinterpretación construida a medida de los “derechos humanos” o la “lucha contra la corrupción”, nociones ambiguas cuando se las enajena den un correlato real y cuya presencia o ausencia en cada caso es medida y manipulada por los mismos que las exigen. En Cuba, esta “lógica de las armas” la hemos sufrido por más de medio siglo.
Pero hay otra lógica, constituida por una guerra cultural en toda la línea. Junto a la “lógica de las armas” se aplican las “armas de la lógica”, que movilizan formidables instrumentos y recursos, y que ejercen controles absolutistas sobre la información y la formación de opinión pública, los gustos y los deseos, los anhelos y las esperanzas de la población sometida a una existencia de precariedad. Esta guerra cultural mundial se dirige a impedir la formación de voluntades, identidades y pensamientos opuestos a la dominación, a construir un imaginario en que sea más fácil concebir el fin del mundo y lo que Freud llamaba la “pulsión de muerte”, que el fin del modelo de dominación capitalista. Esta guerra cultural recurre al ocultamiento de hechos, a las mentiras y a las falsificaciones más o menos burdas o refinadas, pero también apela a brindar datos y crear opinión pública a conveniencia de los intereses imperialistas.
Se aplican las “armas de la lógica” para legislar y gobernar las subjetividades, para construir una conciencia colectiva que resulte sensible al sistema de dominación, para imponer la “unanimidad del esclavo”. El determinismo económico más grosero, la eliminación de referentes históricos y la perspectiva de futuro –esto es, de la memoria y del proyecto–, la trivialización y la manipulación del trabajo intelectual, están entre los principios fundamentales de esa guerra cultural. Se ha llegado al punto de imponer lo que el analista español Paco Arnau llama la unanimidad de rebaño. Es decir, pagamos todos un peaje (nuestros datos traducidos en contactos, rutinas, localización y preferencias) para acceder a un único relato, un poder impensable hace dos décadas.
Las transnacionales mediáticas y tecnológicas logran un control incluso más férreo del que pueden ejercer los Estados, las ideologías o las iglesias juntos. Un control que a veces apela a la seducción y tiene cara simpática, colorida y burbujeante, pero que rige en la oscuridad con implacable mano de hierro.
Aunque hay conciencia de que se están recortando los derechos civiles y de que se vulneran los marcos constitucionales de los que cada Estado se ha dotado, aún no se percibe el alcance descomunal del control, la censura y el odio extremo como formas de violencia que se legitiman en las plataformas sociales y que se traducen en autocensura, fruto del miedo a contravenir los que es socialmente unánime o fruto del temor al escarnio público. En el paso del miedo del ámbito subjetivo (es decir, de lo que tiene que ver con nuestro cuerpo y con nuestra vida) a la colectivización del miedo (es decir, aquello que involucra a la familia, a la sociedad y a un modelo de vida colectiva), las transnacionales mediáticas y los gigantes tecnológicos juegan un papel central en la construcción de una unanimidad global y absoluta.
La velocidad con que todos estos procesos se han desatado es inversamente proporcional a la producción teórica para poder interpretarlos y hacerles frente. Con el 63 por ciento de la población mundial conectada a Internet y el 70 por ciento de los habitantes enganchados a los dispositivos móviles, la tecnopolítica ha descubierto nuevos territorios y geografías de lo social.
Al conectar a bajo costo los intereses de los individuos, ha evidenciado que estos pueden ser más relevantes para la acción política que las condiciones económicas, educativas o sociolaborales. El recurso clave son los datos de cada ciudadano conectado a Internet.
Los últimos meses vienen siendo críticos para la gestión de las grandes plataformas digitales, basadas en el extrativismo de los datos, con pérdidas bursátiles que obedecen a que los ritmos de crecimiento y obtención de ganancias por parte de Alphabet (dueño de Google), de Meta (dueño de Facebook, Instagram, WhatsApp) y de Twitter son menores a los esperados, al tiempo que varios de estos conglomerados protagonizan despidos masivos. Meta ha expulsado a 11 mil trabajadores, el 13% de su plantilla, en tanto que Twitter, poseída por Elon Musk, despidió a la mitad de su planta laboral, y Amazon, ha establecido un récord, 13 mil personas enviadas a la calle.
Pero el poder económico de estas transnacionales sigue siendo abrumador. Las 10 empresas más poderosas y ricas del mundo -seis de ellas en el negocio de las telecomunicaciones- tuvieron en 2022 unos ingresos conjuntos que suman 4,3 billones de dólares, lo que equivale al 4,5 % del Producto Interno Bruto mundial. Apple sola equivale al PIB de 43 países africanos (cerca de un billón de dólares).
Si los datos personales constituyen la materia prima que nutre la era digital, si son el pilar en que se asienta la transformación de la estructura económica del mundo en los últimos 20 años, ¿por qué es tan descuidado el proceso de su extracción a nivel masivo, su acumulación, su tratamiento y su comercialización? ¿Por qué no le damos más relevancia al análisis de este descomunal saqueo?
Varios autores han propuesto el concepto de colonialismo 2.0 para describir y analizar el modo en que el imperialismo del siglo XXI explota los datos de los casi 8 000 millones de personas que viven en el planeta. Así como el colonialismo posibilitó el proceso de acumulación originaria que financió el surgimiento del capitalismo hace 500 años, en un proceso de expansión territorial y división del trabajo entre metrópolis y colonias de las que se extraían materias primas al mismo tiempo baratas y valiosas, hoy estamos viviendo un nuevo despojo de recursos que está impulsando una nueva fase de estructuración capitalista. Es decir, estamos viviendo un nuevo orden emergente para la apropiación de la vida humana de modo que los datos puedan ser extraídos continuamente de ella para obtener ganancias.
La recolección y el control de datos personales ofrece a los grandes grupos una alta capacidad de monitoreo de las demandas y emociones de los ciudadanos. Estas compañías estadounidenses son a la vez arena común y agentes en la disputa por la atención, el tiempo, la interacción, el consumo y la modelación al antojo del gran capital en los escenarios políticos de nuestros pueblos. Son misiles de última generación; son las poderosísimas “armas de la lógica” de la guerra contemporánea.
Esa es la música de fondo que tenemos hoy los que enfrentamos al capitalismo. Como en tiempos de Rosa Luxemburgo y como ella nos advertía, en las presentes batallas contra los efectos de la concentración de capitales y las desigualdades e injusticias asociadas, debemos encarar la guerra desde la perspectiva de la totalidad histórica en movimiento, donde la economía, la sociedad, la lucha de clases, el Estado, la política, la ideología y la tecnología son momentos inseparables del proceso concreto.
Es decir, tenemos que hacer un esfuerzo para abordar históricamente todas las dimensiones, desde las sociológicas hasta las epistemológicas, en la disputa de poder por controlar la tierra (y los cables de fibra óptica, los servidores y los datos individuales de miles de millones de seres humanos, el llamado nuevo petróleo del siglo XXI). Urge comprender que el núcleo central de esa disputa de poder es el control de las mentes y de los cuerpos de los habitantes de este planeta.
En Cuba vivimos los efectos de esta guerra cognitiva, que tuvo el momento más peligroso en el verano de 2021, durante las protestas del 11 y 12 de julio de ese año. La ira se disparó en algunas ciudades con la mezcla explosiva de efectos de la pandemia, las asfixiantes sanciones impuestas por la administración Trump en medio de una emergencia sanitaria mundial, los problemas sociales acumulados, la crisis económica, la crisis energética, los ataques a las principales fuentes de ingreso de Cuba… El ataque sistemático y prolongado en el tiempo a la vida cotidiana del cubano rindió sus frutos y en las 48 horas en las que se concatenaron actos vandálicos en varias ciudades del país se generó una campaña internacional que pronosticaba, una vez más, que la Revolución cubana tenía los días contados.
Cuando se abordan públicamente estos acontecimientos poco se habla de la relevancia que tuvieron las plataformas tecnológicas estadounidenses en la velocidad y difusión de estas campañas y la creación de “biomas del odio” como catalizadores de la violencia. La complicidad de plataformas sociales como Facebook, Google o Twitter en estos acontecimientos no sólo está demostrada, sino que se ha expresado hasta hoy en términos de permisibilidad del discurso de odio y en la laxitud frente a la oleada de propaganda antigubernamental producida por usuarios geolocalizados fuera de la isla, fundamentalmente en la Florida.
Las máquinas de guerra instaladas en Miami se ufanan de controlar los datos y de conocer qué ocurre en cada manzana de la Isla, puesto que casi el 70 por ciento de los cubanos están conectados a Internet y conviven cotidianamente en las redes sociales.
A un año y medio de las protestas del 11 de Julio, estamos en el mismo punto en términos de propaganda de guerra. Cuba es el polígono de pruebas de acciones militares en el ciberespacio que se han aplicado contra otros países de nuestra región, e incluso contra naciones europeas, y que incluyen el ciberespionaje, acciones de guerra cognitiva y de guerra psicológica, censura y restricción de servicios digitales, bloqueo de tecnologías e información científica.
Desde hace unos años hemos abordado estos temas con amigos latinoamericanos y europeos, en el Coloquio Internacional “Patria” dedicado a debatir estos desafíos, auspiciado por la Unión de Periodistas de Cuba.
Coincidimos en que faltan estrategias y programas que permitan desafiar e intervenir las políticas públicas y generar líneas de acción y trabajo definidas para construir un sistema defensivo. Se requiere de alianzas internacionales. Se necesita resolver algunas tareas urgentes y emplearnos en varios frentes de batalla, comenzando en lo estratégico por poner bajo el control de nuestros pueblos los nuevos yacimientos (infraestructura y datos), rescatarlos del poder de las corporaciones para entregárselos de vuelta a los usuarios sobre la base de los principios democráticos de transparencia y control ciudadano.
Para ello creo que debemos comenzar por al menos cuatro grandes batallas:
1. Batalla jurídica: pelear por un marco jurídico homogéneo y fiable que minimice el control de los gigantes tecnológicos norteamericanos. Esta disputa hay que darla a todas las escalas: en lo local, lo nacional, lo regional y lo global. Como ocurre hoy con las luchas por los derechos de género, familia o medioambiente, es imprescindible generar sentido y hacerse de un cuerpo jurídico potente sobre los derechos a la privacidad, la soberanía y el control de los datos.
2. Batalla comunicacional: armar una agenda comunicacional común, supranacional, que incorpore temas como la formación, la gobernanza de Internet, el copyright, la innovación, la industria cultural, las estéticas contemporáneas en la narrativa política, las brechas de género y etarias, entre otros temas.
3. Batalla de las relaciones: concertar redes políticas, económicas, financieras, tecnológicas que ganen la disputa de sentido frente a la colonización del espacio digital, y recuperar y socializar las buenas prácticas y las acciones de resistencia.
4. Batalla por las herramientas: crear nuestros propios laboratorios para la tecnopolítica y nuestras propias plataformas. Es improbable que un país por sí solo -y mucho menos una organización aislada- pueda encontrar recursos para desafiar el poder de la derecha que se moviliza a la velocidad de un clic en jornadas electorales o en escenarios de crisis, pero un bloque de profesionales, organizaciones, movimientos y gobiernos progresistas tendría mayor capacidad de desarrollar niveles de respuesta. Permitiría más poder de negociación frente a las potencias en Inteligencia Artificial y Big Data y sus empresas, además de desafiar las instancias globales donde se definen las políticas de gobernanza.
La búsqueda y construcción de alternativas no es un problema tecnocientífico, depende del “actuar colectivo” a corto y mediano plazo, con perspectivas tácticas y estratégicas que faciliten el cambio de las relaciones sociales y los entramados técnicos a favor de nuestros pueblos.
El imperialismo desplegó su paradoja: lograr un colosal y muy cautivador dominio cultural, y al mismo tiempo ser cada vez más centralizado y excluyente, producir monstruosidades y monstruos, ahogar sus propios ideales en un mar de sangre y confusión, y perder su capacidad de promesa, que fue tan atractiva. Solo se podrá salvar a la humanidad desafiando y venciendo ese poder. Sabemos que la única propuesta capaz de impulsar esa tarea enorme es el socialismo. Sin embargo, como advertía el gran marxista cubano Fernando Martínez Heredia, tenemos que repensar la pregunta de qué socialismo hablamos: “¿Es sólo un régimen político y de propiedad, y una forma de distribución de riquezas, o está obligado a desarrollar una nueva cultura, diferente, opuesta y más humana que la cultura del capitalismo?”
Creo que figuras como la de Rosa Luxemburgo tienen mucho que decirnos todavía para encontrar la respuesta correcta a esta gran pregunta y a muchas otras que nos arroja nuestro presente.
Recordemos de ella, por ejemplo, sus convicciones profundamente antimilitaristas, en el Congreso Internacional de París, en 1900. Allí, Rosa defendió la idea de que los ataques armados entre potencias imperialistas devendrían en formidables coyunturas revolucionarias. El capitalismo ha devenido en colonialismo 2.0 que normaliza la guerra, la enajenación y la exclusión de la gran mayoría de la humanidad. Llamemos, junto a Rosa Luxemburgo, a que “el proletariado de todos los países se prepare para este momento por medio de una acción internacional”.
(¨*) Periodista. Vicepresidenta Primera de la UPEC y Vicepresidenta de la FELAP. Es Doctora en Ciencias de la Comunicación.
Ponencia Presentada en Enero 2023, en Berlín, en el Centro de Estudios Rosa Luxemburgo.