1 septiembre, 2016

Hemingway, corresponsal de guerra

Por Leticia Amato (*).- Que fue un aclamado escritor norteamericano del siglo XX, ya lo sabemos. Que creyó no merecer pero ganó el Premio Nobel de Literatura y antes el Pulitzer, que se estableció unos años en París, otros tantos en Cuba, que viajó a por África y China y que se quitó la vida con una escopeta, también.

Sobre lo que es imperioso hacer foco en estos tiempos es en el valor superlativo que tiene tomar posición y escribir. Esto fue lo que hizo Ernest Hemingway como cronista, corresponsal de guerra, testigo directo en la cobertura de los más significativos conflictos bélicos de la historia de las I y II Guerra Mundial y, fundamentalmente, de la Guerra Civil Española.

Hemingway comenzó a hacer periodismo siendo muy joven, en el periódico de la escuela secundaria y con el tiempo fue desarrollando un estilo propio y original: el minimalismo. De hecho, no sólo sus cuentos sino también sus novelas prueban que su estilo estuvo íntimamente vinculado al de las crónicas periodísticas: frases cortas y contundentes y una sintaxis simple para configurar en el lector una suerte de instantánea fotográfica.

Con apenas 18 años se enroló en La cruz Roja y viajó a Italia para integrar el Frente Italiano como conductor de ambulancias. Este primer acercamiento con la tragedia de la muerte en zonas de conflictos bélicos forjó una particular mirada del mundo y de los hombres que plasmó en la mayor parte de tu obra, especialmente en la memorable novela Adiós a las armas.

Luego vinieron las otras guerras. Estuvo presente en la Batalla del Ebro, en el Desembarco de Normandía y fue el corresponsal del Noth American Newspaper Alliance en los combates del ejército republicano en la Guerra Civil Española. Hemingway, quien experimentó una singular fascinación por España, su pueblo y sus costumbres, escribió, en ese contexto, una crónica tan brutal como esclarecedora, publicada en el periódico ruso Pravda, el 1 de abril de 1938, y que tituló, en evidente alusión al fascismo: ¡La humanidad nos los perdonará! La crónica comienza así: “En el curso de los últimos quince meses he visto los crímenes que se cometen en España por los intervencionistas fascistas. El crimen y la guerra son dos cuestiones diferentes. Se puede odiar la guerra, estar en contra, pero puedes acostumbrarte a ella cuando luchas en defensa de la patria, contra la invasión del enemigo y por el derecho a vivir y trabajar en libertad. En este caso, el hombre no da ninguna importancia a su propia vida, ya que está en juego algo más importante que eso.”

En sus relatos de la guerra, narrados en primera persona, Hemingway supo llamar a las cosas por su nombre: “No te pones furioso cuando los fascistas intentan matarte, pero te inundas de cólera y odio, cuando ves cómo matan. Y esto lo ves casi todos los días. Ves cómo lo hacen en Barcelona, donde bombardean los barrios obreros desde una altura tan grande que sólo pueden ver barrios completos y no blancos concretos. Ves a niños muertos con las piernas entrelazadas y los brazos extrañamente extendidos y con las caritas cubiertas de estuco. Ves a mujeres muertas a causa de las contusiones. Ves a muertos que parecen un montón de andrajos. Ves trozos de carne humana de formas tan extrañas que te hacen pensar en un carnicero demente. Y odias a los asesinos italianos y alemanes corno a nadie en el mundo.” Y continúa: “Un proyectil hizo blanco en un grupo de mujeres que guardaban cola para comprar jabón. Cuatro mujeres muertas. Su sangre fue literalmente absorbida por la piedra, las manchas ni siquiera se quitaban con la arena. Los cadáveres quedaron esparcidos. Un proyectil de artillería cayó sobre un tranvía repleto de trabajadores. Llamas, estallido. El humo desapareció; el vagón, volcado. Sólo dos personas quedaron vivas, aunque hubiera sido mejor que muriesen. De los escombros sacan a dos heridos terriblemente mutilados. Se oye el estallido de un segundo proyectil. Y así interminablemente…”

Podemos aseverar que uno de sus mayores legados fue haber definido como pocos, sin preámbulos ni ambigüedades, la función del reportero a partir de un sentido de la ética social y un compromiso con la denuncia del horror, únicos: “El hombre que observa y describe una guerra semejante no teme por su vida si cree en la necesidad de lo que está haciendo. Sólo se preocupa de decir la verdad.”

Claro está que las vacuas disquisiciones que se impondrían años después en el mundillo del periodismo y la comunicación acerca de las disyuntiva dialéctica “objetividad-subjetividad periodística” o “información pública-privada”, también entonces y a la luz de los acontecimientos, habrían carecido de todo sentido.

(*) Periodista, integrante del Centro de Integración Latinoamericano y Caribeño (CILC)

 

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