Por Silvana Melo.- Si hay una foto brutal de la inseguridad habitacional en la Argentina, es la del techo que hace nueve días cayó sobre las cabezas de cuatro hermanitos en El Jaguel. El techo de una casa, la casa donde vivían, los mató. El techo de la casa donde vivían, la que generalmente es el abrigo, la certidumbre, la estabilidad, los mató. Esa casa forma parte de un 54% de hogares que en el conurbano padecen déficit de viviendas.
Más de la mitad de esas casas que en su techo suelen incluir certezas, son inseguras, inestables e insuficientes. Una de esas casas de ese más de la mitad, acaba de matar a cuatro niños. Con la desidia estatal y la indiferencia política.
La cifra fue aportada a Clarín por María Mercedes Di Virgilio, investigadora principal del CONICET en estudios urbanos y del Instituto de Investigaciones Gino Germani. Pero ese dato surge del censo 2010. Casi trece años después, el país sigue sin poder acceder a referencias confiables; sin embargo es muy posible que esa cifra se haya disparado, después de tanta crisis consecutiva a modo de calvario en la historia reciente.
De más de dos millones doscientos mil hogares habla la investigadora. Y del aumento entre 2018 y 2022 de la cantidad de barrios populares. A la vez, los ya existentes crecen para arriba –porque ya no hay lugar para anancharse-con los consecuentes problemas edilicios estructurales. Los techos y las ventanas de estas construcciones están cruzados por una telaraña de cableríos de servicios pinchados para poder acceder, al menos, a una luz que se corta muy frecuentemente y que, con la misma frecuencia, se lleva infancias electrocutadas.
Del 54% supuesto de casas con problemas, la mayoría necesita ampliaciones para evitar el hacinamiento, mejoras por humedad o falta de ventilación, que suelen enfermar a sus habitantes, generar alergias y debilitar el sistema respiratorio. El agua que no es potable produce desórdenes digestivos. El hacinamiento, la humedad y la contaminación del agua son enemigos de la salud. Y no ofrecen una mínima aptitud para una vida buena.
El resto, más de un cuarto de los hogares con inseguridad habitacional necesita una vivienda nueva. O una vivienda, porque no la tienen. Son varias familias hacinadas en una sola casa.
Los hotelitos de Constitución están plagados de historias de desalojos. Las autopistas suelen dar techo ocasional a quienes les toca dormir en las calles. Expulsados todo el tiempo de la intemperie por el mismo estado que los depositó allí.
Las normas que regulan los procesos de edificación no pasan por las construcciones informales, por las mejoras artesanales porque no hay presupuesto familiar para un albañil, por los edificios inestables de las villas donde, según la nacionalidad migrante que la habite, logran mejor calidad de construcción: “en la 21-24 somos mayoría de paraguayos y somos buenos albañiles”, se enorgullece uno de ellos.
En otros barrios populares las edificaciones pueden correr el riesgo del techo de El Jaguel. Donde el agua en casa es amarronada o hay que rescatarla de una canilla común; donde la luz está colgada y esas conexiones suelen costar vidas. Donde cada lluvia es una inundación. Donde las cloacas son pozos que reaccionan ante esa inundación. Millones de personas viven en estas condiciones en el conurbano. Donde un tercio de la población del país se amontona en el 1 % del territorio.
En la Provincia hay más de 570.000 familias que viven en 1.900 villas y asentamientos. En emergencia e inseguridad habitacional.
En abril de 2022 había apenas 5.000 viviendas en alquiler en la provincia. Y la mayoría eran premium. Es decir, inalcanzable para una familia trabajadora. Los alquileres hoy son tierra de nadie legalmente –los aumentos son abusivos y arbitrarios- y la cantidad de viviendas vacías supera largamente a la oferta. Para esa misma familia trabajadora es imposible tanto la vivienda propia como la alquilada. Su destino es el hacinamiento o engrosar la obesidad de un barrio popular. Eufemismo romantizante de las villas.
Para no ser pobre una familia tipo necesita, en estos días, 152.515 pesos. En esa cifra no se incluye el alquiler. Un sinceramiento así subiría la referencia a más de 200 mil pesos. Y dispararía las cifras de pobreza a números alarmantes.
Por eso es mejor mentir con la omisión de datos que reconocer la brutal inseguridad habitacional que mató a cuatro niños en El Jaguel y que apunta cada día una nueve milímetros de escombros, electricidad, agua contaminada y abandono a centenares de miles de niños más. Que se juegan un futuro chiquito yéndose a dormir.
En una tierra donde el techo de casa -ése que aporta certidumbre a una vida en la tormenta, el que sostiene la piedra para que no quiebre esos cristalitos- un día se derrumba. Y
deja expuestas las fracturas de la esperanza.
Fuente:
https://pelotadetrapo.org.ar/