8 marzo, 2024

La palabra bastardeada

Por Eduardo Verona.

Periodista. Miembro de Conducción de la UTPBA.

“Las palabras no son neutrales ni inocentes”, afirmó en una entrevista a finales del año pasado la escritora  y ensayista argentina radicada en España, Lucía Lijtmaer, hija de exiliados políticos (militaban en el Movimiento de Liberación Nacional), nacida en 1977. Nada que no sepamos planteó la novelista, intentando reivindicar el campo semántico y los efectos del lenguaje cotidiano y académico, bastardeado, sin ninguna duda, por los eternos apologistas de las derechas y ultraderechas planetarias que no tienen reparos ni frenos en sintonizar con los residuos del fascismo nunca ausentes.  

El grado notable de violencia verbal escatológica utilizado para quebrar a un adversario político o para someter a un vecino anónimo de distintas geografías, se instaló como una execrable estrategia celebrada por las audiencias y por todo tipo de ignorancias profesionales y amateurs que aclaman y multiplican cualquier frase lacerante como si fuesen auténticos hallazgos literarios. Y en realidad lo que se expresa es el volumen, la sustancia y la estética de la mugre corporativa, mediática y digital arrojada con el propósito de intimidar, amenazar, extorsionar, invisibilizar y de última, cancelar.

Por supuesto que nada es ingenuo ni casual. El derroche interminable de salvajadas argumentativas que promueven en vivo y en directo (y en las redes cloacales) aquellos que adhieren a la pulsión de exterminar a los que se paran en la vereda de enfrente, revela y delata la naturaleza misma de la descomposición social provocada por las semillas germinadas del capitalismo, nunca espontáneo y siempre respaldado por un diseño y una arquitectura a la medida de cada paisaje.

Desde hace varias décadas las derechas y ultraderechas venenosas se fueron apropiando de valores absolutos: libertad, honestidad, transparencia, orden, republicanismo, seguridad, institucionalidad y disciplina (fiscal, social, moral); entre otras banderas que vaciaron completamente de contenido en función de transformar y capturar las subjetividades ajenas. Y claro que lo consiguieron. La evidencia histórica más demoledora se enfoca en la “libertad” proclamada por los que gestionan y auspician todo lo contrario en el marco de la miseria y el caos planificado. Desde la nefasta Revolución Libertadora que volteó a Perón el 16 de septiembre de 1955 hasta nuestros días.

Esa falsa e hipócrita “libertad” vendida como una mercancía virtuosa que se arrodilla sin pudores en el stand que patrocinan y gerencian las clases dominantes, no es otra cosa que la dinámica perversa de la mentira organizada. Del fraude. De la estafa. De la trampa. Del engaño. Del verso elaborado (en suelo nacional e internacional) que toma de rehenes a todos los que están sometidos por intereses políticos, comerciales y económicos muy específicos o por una suma incalculable de odios, racismos, xenofobias, resentimientos, venganzas, victimizaciones y analfabetismos ideológicos tan bizarros como variopintos.

La “libertad” como herramienta de identificación patriótica se terminó hundiendo en el fango más repugnante. Igual que la honestidad, el orden, la transparencia, el republicanismo, la seguridad, la institucionalidad y la disciplina. Este mamarracho imposible de disfrazar o de ocultar, vivió y vive protegido y empoderado por los diferentes  climas y perfiles mafiosos del escenario capitalista. Un escenario que también se nutre de los infaltables y numerosos chirolitas de ocasión, retroalimentándose todos los días en una progresión imparable que logró naturalizarse. Como, por ejemplo, se naturalizó en amplios segmentos de la sociedad que un país para crecer tiene  que vender hasta el alma. Y si no alcanza, vender algo más: la bandera, la identidad, la moneda, la tierra, las empresas estatales, los recursos naturales y la vida en el plano simbólico y real.  

Sostenía Lucía Lijtmaer en la misma entrevista que citamos en el arranque: “Me preocupa como estamos aceptando el discurso ultraderechista en los medios de comunicación como si fuera normal. Esta supuesta equidistancia donde se está dando lugar a que se exponga cualquiera idea nos debería llevar a replantearnos si hay ciertas ideas que tienen que circular públicamente como tales. Esto no quiere decir que sea una censura. Hay que pensar de manera colectiva que se puede decir en el espacio público y ser conscientes de que las palabras pueden generar violencia”.  

Tanta violencia como la que propagan sectores reconocibles de la sociedad atravesados por los latidos espasmódicos y facciosos de las ultraderechas en comunión con los think tank de las corporaciones digitales y mediáticas. En ese universo avasallado que enarbola los valores absolutos antes registrados (libertad, orden, republicanismo…), se experimenta la recreación trágica de la aventura catastrófica que en décadas pasadas supimos conocer. Nada nuevo bajo el sol, más allá de la lisérgica puesta en escena. Como nada nuevo sería reiterar que la memoria también es la cultura. Y sin memoria nos quedaremos a la sombra de un perejil.

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Por Tubal Páez Hernández.

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