Por Eduardo Verona (*).- Como un gran articulador del mundo atrapado por los paradigmas muy celebrados de la tecnocracia, la inteligencia artificial va derrumbando sin pausas, resistencias y rechazos originales. Y adquiriendo simbolismos no menores. Uno de ellos y quizás el más elocuente, es que la IA habría arribado desde las cumbres de la sofisticación tecnológica para resolvernos en tiempo y espacio las grandes complejidades de la vida. Y para solucionarnos el devenir en el marco de un capitalismo siempre reconvertido en una máquina implacable de asesinar a millones y millones de personas entre indiferencias, ignorancias y adhesiones.
Esta gigantesca simplificación o reduccionismo intelectual de alcance planetario necesita plataformas, fundaciones y clubes de admiradores simultáneos que alimenten día tras día la subcultura del descarte perpetuo, de la manipulación incesante, de la resignación cómplice y de la búsqueda de un atajo falso para encontrar plenitudes existenciales más falsas aún.
Sobrevendida por la mercadotecnia como una deidad irresistible que va a reparar lo imperfecto y a cuidar lo imprescindible, la IA logra instalarse en la cúpula dorada de las sociedades contemporáneas como una herramienta facilitadora de recursos infinitos, imposibles de evadir o de postergar.
Aquel o aquellos que dudan, cuestionan, polemizan, contraponen, interpelan o solo preguntan para satisfacer curiosidades mínimas, se terminan configurando para la pantalla hiperconcentrada de intereses cruzados como un obstáculo tóxico que niega avances extraordinarios para el destino de la humanidad.
La prensa, al igual que tantas otras áreas del trabajo organizado o inorgánico, por supuesto que está en el foco rojo de la IA. Es cierto, siempre lo estuvo. Y lo estará aún más. Es un satélite que por el momento gira con algunas autonomías. Esas autonomías, el sistema nunca abstracto y siempre reconocible, no lo tolera. Y la conquista deseada es expulsarlas. Sacrificarlas en el altar de las bendiciones tecnológicas como expresiones del anacronismo periodístico entregado al pensamiento artesanal muy poco extendido y reivindicado.
Pensar, analizar, reflexionar, escribir, redactar, editar sin la complementación o el protagonismo de la IA con su cadena de algoritmos que permiten ensanchar la cadena de consumidores enlatados y pasteurizados, hoy se percibe en amplios sectores del show business de la prensa como un voluntarismo contracultural.
Es la IA disfrazada de vanguardia, utilizada para reemplazar mano de obra. Para reducir. Para fragmentar. Para atomizar. Para achicar. Para ajustar. Para despedir. Y para proyectar estructuras comunicacionales que se nutran de consignas y contenidos ya aprobados en otras experiencias y en otros contextos.
La robotización industrial del hombre (y de la mujer) nunca dejó de ser una viejísima aspiración de las clases dominantes. Robotizar es controlar. Es automatizar. Es anular. Es someter. Es penetrar en la subjetividad alienada del otro. Es manejar sus resortes emotivos y sus necesidades existenciales.
Es usar al otro en beneficio propio. Es, en definitiva, tomarlo de rehén. Y que el rehén naturalice esa condición persiguiendo zanahorias de diseño.
El inalcanzable menú tecnológico que hoy se resignifica con la IA, ni siquiera dejó fuera de su órbita al fútbol. El VAR es un apéndice de esta dinámica arrasadora que intenta quemar todas las llanuras del pensamiento crítico.
Los tecnócratas aplicados a refugiarse en esa burbuja que les brinda seguridades, confort y certezas que no son tales, terminan amando más al VAR que al fútbol. Porque aman hasta los relieves no virtuosos de la tecnocracia, seducidos y encandilados por las hojas de ruta asignadas. Esa es la casita de los sueños. El VAR es apenas un caso testigo, entre tantos otros episodios de esta misma película. Es una entrada sin salida. Es entregar la independencia y la autonomía de la mirada intransferible. El gran objetivo de la IA.
(*) Periodista. Miembro de conducción de UTPBA.