Por Juan Chaneton (*).- El registro exclusivamente político se torna insuficiente como camino hacia la comprensión de un fenómeno cuya puesta en escena abarca, por lo menos, todo el continente. No alcanza con significantes nuevos (por caso, lawfare -guerra jurídica-) para captar el porqué de tanta obstinación revestida de moral pública que exhibe el enemigo del “populismo” para terminar, de una vez y para siempre, con el populismo y con toda forma de insurgencia popular que insinúe su autoconstrucción como alternativa al modelo de gestión conocido como neoliberalismo.
La insurgencia y los insurgentes no se han definido en la historia por los medios políticos que han utilizado para alcanzar sus fines sino por los fines mismos: subvertir el statu quo y sustituirlo por otro más apegado a valores como justicia, democracia y libertad para toda la sociedad. En esta clave, los procesos soberanistas que irrumpieron a principios de siglo como epifanía anunciadora de nuevos tiempos (pero también como renuncia a métodos de acción política ya sancionados por la derrota), procuraron subvertir el orden liberal burgués para reemplazarlo por modelos de organización social en registro inclusivista e independentista. Lo lograron en alguna y dispar medida, pero no fueron el preludio de la segunda y “… única, verdadera, irrenunciable independencia”, como anunció al mundo, el 4 de febrero 1962, el ya célebre documento-programa de los pueblos latinoamericanos conocido como Segunda Declaración de La Habana y del cual acaban de cumplirse 56 años. Antes bien, los procesos parecen estar a la defensiva aun cuando también lanzados a la búsqueda de los caminos más aptos para seguir avanzando, aunque en esa búsqueda los retrocesos han resultado tan inevitables como previsibles.
Honduras, Paraguay, Brasil, Ecuador, Argentina y Chile ahora en manos de Piñera han dado cuerpo a un indetenible dominó en que las fichas fueron cayendo, una a una, para arribar, así, a este presente perverso y desesperanzador en que consiste la tragedia neoliberal que vive Latinoamérica.
Ecuador configura, a estas horas, el epítome del fin de ciclo soberanista en América Latina. Lo que acaba de acontecer en el país de Eloy Alfaro tenía ya sus antecedentes en las luces amarillas que se encendían, una y otra vez, durante la presidencia de Rafael Correa. El programa de Alianza País, a partir de 2007, implicó un nivel de distribución de la riqueza social y de afirmación de la soberanía nacional de Ecuador que no tiene precedentes históricos. Sin embargo, en las elecciones de 2017, el candidato de AP (Lenín Moreno) ganó con un margen de poco más del 2 % sobre el candidato de la embajada estadounidense, Guillermo Lasso. Ello desembocó en la coyuntura actual: Lenín Moreno, que accedió a la presidencia en nombre de Alianza País, acaba de dar el primer paso en dirección al desguace de una institucionalidad que permitía abrigar esperanzas de avance hacia alguna nueva forma de poder popular. Pero ahora ha quedado expedito el camino, en Ecuador, para la reposición gradual de políticas neoliberales reñidas frontalmente con lo que fue el programa de Revolución Ciudadana de Rafael Correa. Ese probable rumbo se acaba de ratificar en las urnas junto con la negativa del pueblo ecuatoriano a toda forma de reelección presidencial. Y ello ha ocurrido mediando resultados categóricos del orden del 74 % para el SÍ contra 36 % para el NO impulsado por el ex presidente.
En cuanto a Brasil, el molde golpista se repitió con resultados aún frescos en la memoria continental. Dilma Rousseff fue derrocada mediante un simulacro legalista durante el cual el Congreso la acusó de malversación de caudales públicos, entre otros delitos nunca probados, para entregarle el gobierno a un hombre no sólo envuelto en oscuras tramas de corrupción sino, ante todo, dispuesto a dar inicio en Brasil a una feroz ofensiva contra las conquistas laborales y sociales que el pueblo había sabido obtener durante el período en que gobernó el Partido de los Trabajadores de Lula y Dilma. El período presidencial de ésta duró desde 2011 a 2016.
Y ahora se encuentra en pleno despliegue la persecución política contra Lula. El juez de Curitiba, Sergio Moro, es un abogado al servicio de la estrategia del “lawfare”, es decir, de esa estrategia que tiene, en el uso de los poderes judiciales, una herramienta privilegiada para voltear proyectos diferentes al neoliberalismo. El uso de la posverdad en la Argentina hace aparecer a este hombre -coimeado por la embajada de los EE.UU. y por la camándula evangelista que juega los mismos intereses en el organigrama institucional brasileño- como un adalid de la anticorrupción. Su fallo de primera instancia condenando a Lula fue confirmado por la Cámara de Porto Alegre que, de paso, aumentó la pena para un candidato obrero y popular que amenaza, con su vigencia política, los intereses de la burguesía brasileña. Un presidente que intervino, en su calidad de tal, en la gestión ejecutiva de políticas que involucraban miles de millones de dólares es condenado por la “apropiación” de un departamento en una playa.
Se trata de una canallada de las que siempre hay que esperar tratándose del enemigo de clase de los procesos soberanistas pero, sin embargo, nada de todo eso es sorprendente. La burguesía se defiende y defiende sus intereses, si no ya apelando a los golpes militares sí, en cambio, enarbolando la juridicidad, la lucha contra la corrupción y su visión clasista de la democracia como programa propuesto a las masas obreras y populares de todo el continente. Y la pregunta, entonces, es: ¿por qué las masas de todo el continente hacen suyo ese programa y la narrativa neoliberal nos pudo robar las banderas de la justicia, la anticorrupción y la democracia? El “lawfare” avanza, pero para que avance requiere condiciones de posibilidad.
Lula será candidato aun condenado por una maniobra ruin disfrazada de “derecho”. O no lo será y Gleisi Hoffmann u otro militante de la causa nacional y popular, con el apoyo de Lula, podrá eludir el efecto de aquella maniobra ruin. Si gana Maduro en abril y López Obrador (México) en julio, tal vez estemos, en ese caso, en mejores condiciones para hacer frente a la ofensiva neoliberal, pues habremos llegado al apetecido puerto de la victoria electoral. Pero -está visto- las victorias electorales no dan derechos; o no los dan por mucho tiempo. La recidiva neoliberal, aun en el marco de procesos soberanistas triunfantes y ratificados en las urnas, siempre está en agenda y siempre es posible.
Quizás el punto se halle en la génesis de estos procesos soberanistas. Ellos no son hijos de ningún auge de masas sino, más bien, de la derrota setentista en la medida en que constituyeron, desde el inicio, la búsqueda de una opción distinta como vía para el acceso al poder del Estado. Si la subestimación de las posibilidades de la democracia burguesa para avanzar hacia proyectos nacionales, populares y socialistas había sido la marca característica de aquellas propuestas armadas del siglo XX, los nuevos tiempos exigían mucha claridad y contundencia en cuanto a rechazar opciones ya sancionadas por la derrota. Y la vía electoral apareció, así, como corolario natural pero, al mismo tiempo, como insumo constitutivo de estrategias novedosas de acción política.
Y en este punto estamos. La inclusión y la ciudadanía para el consumo no generan poder para el pueblo. Es una de las lecciones que nos está dejando este presente. O, en su caso, estos procesos abren períodos de equilibrio inestable que se prolongan durante años y que sólo se muestran definidos en lo táctico, pero que siguen siendo de “empate estratégico” en la medida en que no se sabe cuál terminará siendo su dirección histórica. Paradigmáticos han sido los desarrollos de Argentina y Brasil, en el primer caso, y de Bolivia y Venezuela en el segundo.
Sólo el objetivo final y explícito marca, en principio, la diferencia, y los únicos procesos soberanistas que se mantienen en pie y se robustecen pese a las inclemencias que les depara la agresión imperialista, son el boliviano y el venezolano: allí, el Movimiento al Socialismo y el Partido Socialista Unido de Venezuela constituyen sendas marcas de identidad con las que esos pueblos marchan hacia adelante. El poder popular y el socialismo, en Bolivia y en Venezuela, resisten y avanzan. Y a EE.UU. no le va quedando más opción que la militar y es la búsqueda de consenso para una nueva e ilegal intervención lo que motiva la gira del secretario de Estado Rex Tillerson por México, Colombia, Perú y Argentina.
En todo caso -y a pesar de las debilidades y/o insuficiencias que parecen exhibir estos procesos- el pueblo organizado y consciente aspirando a emitir su voto por candidatos que vayan en pos de transformaciones estructurales accediendo al poder del Estado, no parece ser el mejor escenario para las burguesías del continente. En Colombia, por caso, los militantes políticos y sociales vinculados a la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), el naciente partido con el que la ex vanguardia guerrillera se presentará a las próximas elecciones, vienen siendo asesinados, con prisa y sin pausa, desde que los Acuerdos de Paz entraron en vigor. Y similares negociaciones con la otra línea insurgente (ELN o Ejército de Liberación Nacional) están siendo boicoteadas por el propio presidente Santos quien, no contento con agredir a Venezuela en línea con el Departamento de Estado, ahora ha encontrado pretextos para suspender el diálogo con los “elenos” en Colombia.
Los procesos soberanistas latinoamericanos no son sólo hijos de una reacción legítima contra -como decimos más arriba- estrategias ya sancionadas por la derrota. Expresan -también y principalmente- una dinámica específica de la materialidad del proceso histórico en las condiciones de la globalización capitalista, en cuyo seno un sujeto nuevo y distinto se autoconstruye, en torno de la clase obrera y con aliados también nuevos y plurales -los diversos movimientos sociales- como opuesto binario de las burguesías locales lúmpenes que constituyen un enclave del capital financiero plantado en nuestros países como pica en Flandes.
Lo que confunde a veces o a algunos, es la oscuridad que envuelve la naturaleza misma de la globalización. En su seno, el capital financiero es dominante pero ese capital financiero dominante parasita sobre una estructura económica productiva que es (que sigue siendo) determinante respecto de todo el conjunto social o, dicho con más propiedad, respecto de la formación social capitalista mundializada. Sin la “economía real” nunca podría haber surgido la economía financiarizada. En cambio, sí es posible pensar en una economía productiva autónoma y dominante pero a condición de que el modelo de organización social a nivel mundial avance hacia su opuesto en el cual el capital financiero haya sido socavado en su poder alienante y en su naturaleza parasitaria para reducirlo a una función de la producción. Ésta debería ser una consecuencia de la multipolaridad en marcha. Es un proceso histórico y, como tal, inmerso en el tiempo.
Pero los obstáculos se hallan a la luz del día. La pregunta que nos hacíamos más arriba sobre las razones por las cuales la comunicación neoliberal se apropia del sentido y nos roba banderas se la hace también el ex presidente y ejemplar militante de las causas populares, Rafael Correa. Él dice que “… la pregunta es cómo generar una cultura de las clases medias para que no caigan en el canto de sirena de los medios de comunicación”. Pero ocurre que, así como la tierra fértil es un recurso natural y, por ende, no debería ser objeto de apropiación privada en términos absolutos, los medios de comunicación también exhiben un carácter eminentemente social.
El futuro de los procesos soberanistas dependerá, a lo que parece, en forma muy principal, de las políticas que el poder popular desarrolle frente a los monopolios mediáticos. Pareciera ser una condición no suficiente pero sí necesaria, para acompañar, en el futuro, todo proceso de construcción de poder popular. Hay que seguir pensando estos procesos más allá de sí mismos pero -muy principalmente- sin olvidar que hoy, más que nunca antes, la política nacional se halla estrechamente imbricada y relacionada con lo que ocurre en escala global y con las alianzas políticas externas que nos propongamos en el ejercicio de la gestión del poder del Estado.
Los procesos soberanistas latinoamericanos han perdido la inocencia. Han sido violados en su intimidad desde fuera o desde dentro de sí mismos pero, en todo caso, ya no volverán a ser lo que fueron. El fin de ciclo se ha consumado en un marco global en el cual el imperio estadounidense da signos de fatiga. Una contradicción más que funda la certeza de que fin de ciclo no es lo mismo que derrota. Porque todo pasa, menos los pueblos, que son eternos.
(*) Periodista y escritor