Por Beatriz Balvé (*).- La única luz que brillaba desde el Río de la Plata hacia el sur, hasta entrado el siglo XX, el Faro del Fin del Mundo, era la última y lejanísima conexión con la humanidad.
Los aproximados tres mil kilómetros que la separaban de Buenos Aires era un pleno desierto: solo el mar, costas acantiladas y peligrosas, pocas rías, algunos fiordos y las estepas de la Patagonia sumergiéndose en la nada del agua.
Maquetas de esos barcos, que hasta hace muy pocas décadas, fueron la única forma de comunicación de estos confines con la “civilización”, pueden verse en el Museo Marítimo de Ushuaia. El territorio es aún atípico en las calles de Ushuaia (o Río Grande). En las estancias y asentamientos protegidos en el abrigo de una bahía se respira ese espíritu de precursores y del que elige los límites para vivir.
Mientras este fue colonizado por españoles el confín sur fue conquistado, en realidad por un argentino, el marino Augusto Laserre, al mando de la División Expedicionaria al Atlántico Sur.
Al arribar en el nombre del gobierno de Buenos Aires el argentino, no encontró más que aquel puñado de predicadores ingleses e indios nómades canoeros, avezados en técnicas de navegación. Las mismas que le permitían internarse con insólita destreza en las aguas encrespadas y nunca mansas del Beagle, el Cabo de Hornos y los canales fueguinos, apenas en unos aparentemente frágiles botes de corteza de árbol.
Las gruesas paredes del edificio del Museo denuncian que ha sido una cárcel. Un presidio donde durante décadas se internaron los reos más peligrosos del país, presos políticos, condenados a muerte conmutados en su pena, salvada su vida a cambio de ir a trabajar muy duramente, en condiciones extremas, en unos parajes que hacia el 1900 se conocía como ¨la Siberia argentina”, o “tierra maldita”.
Cuando la prisión dejó de funcionar como tal, en 1947, los calabozos fueron transformados en camarotes y oficinas para albergar a la Base Naval que progresivamente fue perdiendo su gravitación geopolítica.
El período se cierra en 1994 cuando comienzan a trabajar para dejar en condiciones el Pabellón Nro.4 construido en 2007, imagen de otros presidios de triste recuerdo, como la desaparecida penitenciaría porteña sobre la Avenida Las Heras.
La leyenda cuenta que tras sus rejas, anduvo un muchacho veintiañero, que bien podria haber sido Carlos Gardel, aunque nunca se documentó su presencia en ese espacio. En una de las “celdas”, se puede observar un dibujo del rostro del Zorzal Criollo , vistiendo con elegancia su típico sombrero oscuro y escrito en la pared los versos de la canción, Lejana Tierra Mia.
(*) Investigadora de CICSO (Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales)