A pesar de los enormes avances tecnológicos que hoy muestran los estadios, los balones, equipamiento y centros de entrenamiento, campos de juego, drones y especialistas de todo tipo alrededor del deporte en general- y del fútbol en particular- existe un contraste rancio y miserable que ensombrece el juego: los cada vez más frecuentes hechos de racismo, xenofobia y discriminación.
Estos hechos, muchas veces calificados de aislados, minoritarios o puntuales, reflejan el estado de las cosas. El avance de las derechas, montadas en sus discursos de odio, tienen como polea de transmisión no solo a aquellos que por posición social, económica, cultural o ideológica, avalan estos discursos y conductas, formando parte – además- del selecto grupo que puede descalificar, menospreciar, denigrar o difamar. También lo son en muchos casos, aquellos otros, los de a pie, los que reproducen estos actos repudiables.
Más allá de que en los últimos tiempos el contexto legal para castigar este tipo de acciones por parte de los aficionados, al menos en Europa, está conformado, el tema, por mucho, sobrepasa lo que ocurre en los campos de juegos.
Lo que ocurre, no apenas en el deporte, nos pone como sociedad ante el espejo. Es la punta del iceberg de un problema de fondo. Es, ni más ni menos que la muestra de un deterioro social profundo, acelerado y sin frenos.