Por Daniel Das Neves (*).- Disney, quien desde diciembre de 1966 es cenizas y no, como se fantaseó durante décadas, un cuerpo criogenizado a la espera que la ciencia descubra una cura para su cáncer, continúa cumpliendo, eso sí, una tarea implacable como constructor y reproductor de la cultura estadounidense, siendo un contribuyente –material y simbólico- sin par de una institucionalidad cuyo sueño americano depende del carácter imperial que asumen como líderes del sistema capitalista. Con Trump o sin él.
Por eso, Disney acuerda y aporta para Trump, como ahora lo hará con Biden, y lo acompaña hasta la puerta del Capitolio, pero decide cuidar las formas, esas que tan bien protegiera don Walt, el creador del Pato Donald, que tras moler nuestras cabezas infantiles fue ubicado en el lugar que le correspondía gracias al brillante trabajo de Armand Mattelart y Ariel Dorfman (Para leer al Pato Donald). La industria de las conciencias sigue su camino estratégico, desplazando descarriados o provocadores, sin descartar su vuelta al redil. Representar a más de 75 millones de personas no es poca cosa.
En estas jornadas de Capitolio -a expensas de que la deformación histórica lo convierta en un Palacio de Invierno- a Trump le aplicaron el rigor en nombre de la libertad de prensa los dueños de la realidad capitalista, en defensa de lo que es fácil presumir por su evidencia. El reconocido sociólogo estadounidense Richard Sennett -autor, entre otros libros, de la Corrosión del carácter- dijo en estos días: “La idea de curar (al país) nunca va a ocurrir. Un segmento considerable de la población es fascista y una cantidad considerable de ciudadanos estadounidenses son fascistas comprometidos. Estos es lo que está pasando… No creo en la noción de unir al país”.
Una vez más defraudado en su condición de socio, Tinelli expuso a la corporación a la incómoda situación de ser apenas vocero de un negocio y pulverizó las escasas ingenuidades de quienes se resisten a aceptar que el fútbol debe ser manejado por quienes todo lo compran, desde una Copa hasta la terminal del último registro táctil o mental, del que antes ya se apropiaron.
Walt Disney no puede volver, pero
está. Está en el entramado integral, no sólo cultural, de un sistema
capitalista, responsable de convertir la
hipocresía en una de las bellas artes, como sintetizó el escritor uruguayo
Mario Benedetti al decir que algunas reprobables conductas de gente que se
reconoce como socialista inhabilitan a Lenin, quien, inhabilitado, descalifica
retroactivamente a Marx.
Pero un Nixon y un Collor de Mello (los
dichos son de 1996, de ahí estos ejemplos) y sus deplorables conductas en las
presidencias de Estados Unidos y Brasil (qué coincidencia, ¿no?) no parecen
haber inhabilitado al sistema capitalista o neoliberal que, por entonces, los
auparon y lucen hoy mortalmente hegemónicos.
Esa hipocresía no alcanza el valor de una bella arte en nuestro fútbol, que no deja de ser de cabotaje y se mueve, lastimosamente, con el clima de época. La televisación en manos privadas, el debilitamiento de la AFA y la creación de un ente privado gerenciador, la Superliga, con el objetivo de ocupar el lugar de los inquilinos de la calle Viamonte en el manejo integral del fútbol (evitando la colisión con la FIFA y sus reglas supranacionales), fueron la combinación que supo aprovechar un clima de época ya superado, donde la descalificación y sospechas sobre fútbol para todos, el desprestigio de una AFA que no pudo reemplazar la efectiva, férrea, con flexibilidad para elegir aliados y padrinesca conducción de Julio Grondona y el discurso de la transparencia –que cruzaba ambos planos pero pretendía ir más allá- expusieron el perfil mendigante y mendaz de quienes cuentan con principios para todas las ocasiones, una moneda de canje que les permitió llegar hasta aquí.
Esos principios, en el caso de los subalternos, se degradan aún más al caer en el oportunismo, donde algunas voces que militaron en Fútbol para Todos dejaron de lado cualquier prurito ético-profesional al cuestionar la calidad de las transmisiones en la que ellos participaban, marcando distancia con los caídos en desgracia y minimizando su entusiasmo original para reducirlo a una irreprochable necesidad laboral, a la que accedieron como caras visibles de la entonces flamante Superliga y hasta de la señal TNT Sports, cuyo carácter oligopólico y transnacional no parecía estar en tela de juicio para los que habían usufructuado el clima de época anterior.
Si Walt Disney viviera vería el moderno
pero averiado traje ignífugo de quien lo invocó, alguien que hasta hace poco transitó
por el mundo ganando simpatías y adhesiones con su rechazo caricaturesco de la
política y que ahora recurre a los peores tics de eso que cuestionó para ser
interlocutor válido en un terreno que vivió despreciando y atacando. Y
difícilmente rajaría a alguien por la
circunstancia expresada por Tinelli.
La maestría del poder real, que tiene a
muchos de inquilinos por horas, consiste en hacer bailar al ritmo de una gaita
sin que nadie se anime a preguntar quién le paga al gaitero.
(*) Periodista. Secretario de Relaciones
Sindicales de la UTPBA.