Por Sergio Elguezabal (*).- Sobre la calle Paraguay, en Buenos Aires, hay un hombre mayor de pantalones cortos, piel curtida y botines. Arrastra una bolsa desde donde sobresalen algunas ropas, trapos y un cordón. Deambula de esquina a esquina al paso de los colectivos, los automóviles, las bicicletas y los transeúntes. Lo veo sin mirar porque tengo prisa.
A media cuadra de Paraguay y Scalabrini Ortiz está la escuela de arte de la Fundación Río Abierto. Es un edificio característico que, entre las rejas del garaje y la vereda, tiene un espacio techado. Una especie de gran portal que hombres o mujeres habitan transitoriamente para pasar la noche. Esta mañana había un hombre de mediana edad encogido bajo unas mantas. Lo veo sin mirar, camino apurado.
A una cuadra y media de ahí está el supermercado Disco de Paraguay y Armenia. Entre las vidrieras y las columnas de acero hay un corredor techado que en la esquina se ensancha un poco más. Ahí hay una familia compuesta por dos chicos de unos 8 y 10 años y una pareja joven. Justo cuando pasé el muchacho se incorporaba, tenía el torso desnudo y escuálido. El resto dormía en el suelo. Descalzos y con los pulóveres puestos. Se amuchan al lado de un cochecito de bebés desde donde cuelgan bolsas de plástico y de papel. Los veo sin mirar, llegaré tarde.
Tengo aprendido que en el espacio público todos tienen derecho a permanecer sin ser molestados. No importa la condición en que estén, sigo de largo. Sin mirar, sin hablarles, sin escuchar. Un ciudadano civilizado y respetuoso de la ley. Ya lejos de aquel niño que fui en una ciudad chica o en medio del campo, más quieto y observador, menos prejuicioso frente a la condición humana.
Podría describir con minucia a los desamparados de mi niñez. Dormían junto a las vías, en las cunetas o los zanjones y vagaban por los caminos arenosos de Estación Emita, Plá o Palantelén. Cuando golpeaban las manos, caminábamos hasta la tranquera. Mi madre, que les tenía miedo, se acercaba con moderación. Nosotros, los chicos, buscábamos salirnos de su mano para darles vueltas en derredor y curiosearles todo. Por lo general llevaban una bolsa de arpillera al hombro o un atadito en la punta de un palo que calzaban sobre los hombros. Metían abrigo, yerba (que generalmente reutilizaban secándola al sol), tabaco para armar y dos tramos de alambres retorcidos que les servían para asar algún cuis. Colgando, jarros medio abollados y con tizne que hacían un poco de ruido y llamaban la atención de los perros que les salían a torear. En esos cacharros les servíamos agua fresca de la bomba. Recuerdo color y textura de la piel percudida, las ropas descocidas y sus barbas alborotadas.
Muchas de sus historias quedaron grabadas en mí para siempre. Como si fuera cine tengo ahora mismo en la cabeza las escenas de despedida y el tranco que imprimían a su marcha cuando se daban la vuelta para seguir. Con mis hermanos los veíamos hasta que nuestros ojos no daban más. Se marchaban con lo que los mayores de la casa habían reunido para darles: un par de chorizos en época de carneadas, huevos, algunas frutas si había en el monte y un poco de galleta dura (en el campo el pan siempre estaba duro, perdón Vidano). Y no mucho más. Creo que lo más valioso era el tiempo que nos dispensábamos para conversar. Cuando se terminaban de ir lo reproducíamos todo en nuestros juegos. Nos echábamos al hombro alguna bolsa con porquerías o hacíamos un atadito que colgábamos en la punta de un palo de escoba, para dar vueltas de modo interminable en el traspatio que daba a la hilera de los eucaliptos.
Pero eso fue cuando era chico. Ahora soy adulto. Soy ese que les digo, el que ve y es incapaz de mirar.
(*) Periodista, editor de radio y tv. Conferencista en tema de comunicación, ambiente y sustentabilidad. http://sergioelguezabal.com/
-Fuente: https://medium.com/@vascoverde