Por Leticia Amato (*).- No constituye ninguna novedad el hecho de que la lengua evoluciona en función de las necesidades expresivas de los hablantes en sociedad, ni que variantes como el tiempo, o la geografía sumadas a factores económicos, sociales, culturales, religiosos, étnicos, tecnológicos, y demás, operan sutil pero constantemente sobre esa transformación.
Mientras por un lado, en las diferentes esferas del ejercicio humano se escucha, se lee y se habla, cada vez mas, la lengua con un léxico carente de connotaciones sexistas o discriminatorias, por otro lado, la Real Academia Española -con Pérez Reverte a la cabeza- se desgrañita por evitar que este evidente fenómeno, tan natural como inexorable, forme parte de los diccionarios de la lengua española.
Curiosamente, cabe preguntarnos cuál será la lógica imperante en la benemérita institución académica -que desde hace tres siglos se ocupa de velar por la integridad de la lengua española-, para incorporar al Diccionario oficial palabras del estilo de almóndiga, toballa, otubre, papichulo, amigovio, bizarro, güisqui, friki, selfi o meme (que por lo demás, son hermosas y muy simpáticas), pero que se niega, año tras año, a incluir, por ejemplo, sororidad, feminazi, o todes.
Aparentemente, la utilización de palabras que nos resuelven la necesidad de nombrar -en los diversos tipos de discursos sociales- a todas las formas posibles de humanidad, no son legales. Aunque sí legítimas, ya que brotan pizpiretas, ilegalidad mediante, de los dedos que las escriben y las gargantas que las dicen.
¿Por qué se rasgan las vestiduras ante la solicitud de que el lenguaje no sexista se incluya en el diccionario? El miedo que atormenta a los guardianes de la lengua en contra de las innovaciones que la natural evolución de la vida en sociedad le impone, parece fundarse en la posible transformación de la estructura misma del idioma castellano.
Sin embargo, la lengua, en tanto sistema instrumental, es un constructo humano que, desde que se tiene registro, cambia lenta pero constantemente y continuará su proceso incesante de modificaciones en función de los requerimientos comunicativos de quienes la usan.
Para usuarios del castellano rioplatense, sería muy complejo sostener hoy, de manera fluida y apacible, la lectura en castellano original de, por ejemplo, el Lazarillo de Tormes; de igual modo ocurriría con hablantes parisinos a la hora de leer en francés medieval La chanson de Roland, o para milenials italianos La divina comedia, escrita en verso, en toscano dialectal.
Lengua y habla no son entelequias autónomas, mas bien todo lo contrario, la lengua es un sistema inacabado, en perpetua construcción que sólo alcanza su realización, en el habla.
Es que, paradójicamente, la lengua “habla” de la forma en que piensan sus hablantes.
Que no cunda el pánico, se trata, apenas, de ajustar el sistema de la lengua a necesidades nuevas de expresar lo que antes no existía, no se pensaba, o no se decía. De la misma manera ocurre con expresiones que antaño eran cristalizadas en la jerga popular aunque contenían una importante carga semántica racista, sexista o segregacionista y que, junto con la puesta en cuestionamiento de sus usos, se van erradicando paulatinamente del vocabulario cotidiano hasta caer en desuso.
A no temer, lores del diccionario, que acá todes sabemos que hace falta mucho más que cambiar la desinencia de un puñado de palabras para desbaratar el sistema patriarcal, anquilosado, desde hace siglos, en nuestras prácticas políticas, sociales, culturales e institucionales.
(*) Periodista. Secretaria de Asuntos Profesionales de la UTPBA e integrante de la Secretaría de la Juventud de la FELAP.