Noche del jueves 17 de julio de 1986. Estadio Centenario de Montevideo. Fase de grupos de la Copa Libertadores. Boca, con nueve jugadores por expulsiones de Enrique Hrabina y Roberto Passucci, acababa de vencer a Peñarol por 2-1. Hugo Orlando Gatti había tenido una actuación excepcional. Liberada la entrada a los vestuarios, el Loco estaba mirándose al espejo secándose el pelo. Después de esperar que los pocos periodistas argentinos lo entrevistaran, como enviado especial del diario La Razón le pregunté, a solas, si la estupenda actuación que tuvo le recordó aquel partidazo infernal que protagonizó el 20 de marzo del 76 jugando para Argentina en el 1-0 frente a la Unión Soviética, en Kiev.
La respuesta fue made in Gatti: “No, ese día como nevaba sin parar y hacía un frío que te asesinaba le dije a Menotti que me iba a llevar una petaquita de whisky al lado del arco. Y el Flaco lo aceptó. Cada cinco minutos tomaba un traguito, como después también lo hice frente a Polonia y Hungria. La verdad, estaba medio en pedo. Por eso me parece que jugué el mejor partido de mi vida, aunque el que más disfruté fue la final del 76 frente a River en la cancha de Racing cuando ganamos 1-0 con el gol del Chapa Suñe de tiro libre. Eso fue inigualable. En cambio, esta noche contra los uruguayos, no estaba en pedo. Anduve bien, muy bien, tapé, achiqué, descolgué centros con una mano pero me faltaba un toquecito de alcohol para liberarme más y tener más swing. Porque sin swing el fútbol es un aburrimiento espantoso”.
Rescataba dos fechas el Loco: aquel 20 de marzo de 1976 ante la Unión Soviética y el 22 de diciembre del mismo año en la finalísima frente a River. A casi medio siglo de la consagración ante River, Gatti no cambió: siempre le encantó no ser un arquero clásico. No ser parte de la tribu de arqueros. Sentirse al margen. Casi un outsider. Y aunque muy lejos estuvo de visitar los abismos o los excesos, desde su debut el 5 de agosto de 1962 vistiendo la camiseta de Atlanta que conducía Osvaldo Zubeldía (perdió frente a Gimnasia en La Plata 2-0), se perfiló de arranque como un transgresor consumado. Dentro del perímetro de una cancha de fútbol siempre se rebeló a las solemnidades y convenciones. Y allí, en su, territorio vivió a full, cumpliendo 80 años el 19 de agosto de 2024 después de padecer el 28 de junio la despedida de Nacha Nodar, su compañera de toda la vida.

Parece mentira que el Loco, eterno compañero de todos los loquitos que andan caminando por las rutas desparejas del fútbol, haya arribado a esa cifra tan sensible a los abuelos de la vida. No parece cierto que el Loco desde su imagen típica e invencible de arquero que se fugaba de todos los arcos porque el arco le quedaba chico a sus sueños y a sus ilusiones de gran protagonista, haya acariciado el título de hombre octogenario, despidiéndose este domingo 20 de abril luego de estar dos meses en terapia intensiva afectado por un virus intrahospitalario (se había operado de una cirugía de cadera) que derivó en una neumonía bilateral y una insuficiencia renal.
Es que uno tiene la foto sepia o a color de Gatti en el éxtasis del show futbolero. “Yo juego adelantado porque también me estoy adelantando a la jugada que se viene. No me gusta que se me caiga el travesaño en la cabeza. A varios, en cambio, parece que les gusta. Son los arqueros de metegol. Habría que ponerles un ají en el culo para que salgan”, nos decía el Loco hace unos años en una entrevista para El Gráfico resumiendo su estilo de arquero anticipador que no se bancaba que lo fusilaran a pelotazos debajo de los tres palos como a un atajador temeroso. Es cierto que Gatti no inventó esa línea del arquero que sale, achica los ángulos de remate o anticipa fuera del área cortando una pelota en profundidad, porque fue Amadeo Carrizo el que construyó esa identidad que rompió todos los moldes. Pero fue Gatti el que cruzó todos los límites de la moderación y de los perfiles bajos.

Cruzó tantos límites que cuando se incorporó a River en 1964, Amadeo Carrizo, ya con 38 años, quiso competir con ese pibe irreverente y atrevido que había llegado para naturalizar otro orden en el arco de La Banda. Y quemó los papeles, Gatti. Los quemó tanto que lo desestabilizó al gran Amadeo, un verdadero símbolo de la perfección para jugar y encantar con el arco a sus espaldas.
Pero Gatti ya era otra cosa. Y quería otras cosas para su futuro inmediato. Más show. Más ritmo. Más adhesiones. Más espectacularidad por su pelo largo rubio y teñido, por sus bermudas, por su movimientos, por la vincha cirquera que después incorporó, por su forma de declarar, por su búsqueda de atrapar lo distinto y ser distinto. Y por la picardía sana que respiraba cuando ganaba una pelota filosa y salía al toque con la íntima satisfacción del tipo que contagia fútbol. Y que ama al fútbol sin versos.
Parecía un personaje el Loco. Y lo era. Un personaje diseñado con la paciencia de un artesano amplio en sus horizontes. “Yo soy del campo”, afirmaba, reivindicando su pasado adolescente en Carlos Tejedor. En esas pocas palabras quería significar que lo suyo era auténtico. Que no la careteaba. Que no vendía humo. Que no actuaba para la tribuna. Si actuaba, era para él. Para su propio regocijo. Para su vanidad irremediable que nunca lo abandonó. Para su ego que no ofendió ni ofende. Es una vanidad y un ego marca registrada de Gatti, en un rubro que no se puede proyectar a nadie porque caería mal, muy mal. En Gatti, es un sello de identidad. O un eslabón calificado de su personalidad siempre atenta a la referencia personal e intransferible.
Cuando tantos cambian y no paran de cambiar para el lado donde calienta el sol, el Loco no cambió ni en las buenas ni en las malas. Siguió fiel a su estirpe. A sus gustos. A sus provocaciones a veces naif y a veces descolocadas. A su manera de interpretar como y donde había que jugar.
El Flaco Menotti no anduvo con vueltas: le dio el arco de la Selección para el Mundial 78. Gatti, a cinco meses del arranque del Mundial, se bajó de esa montaña rusa y privilegió su romance con aquel Boca macizo y contragolpeador de Juan Carlos Lorenzo. Confirmó que tenía una rodilla a la miseria y que no iba a llegar bien.
“El Loco se cagó”, nos comentó muchos años después el inmenso Pato Fillol en una entrevista para El Grafico . “¿Así que eso dijo el Pato? ¡Que lindo que es¡ Siempre diciendo giladas. Si yo hubiera estado bien de la gamba, el Pato no jugaba ni en pedo el Mundial del 78 ni el de España 82. El Flaco Menotti siempre me quiso a mí. Boludo nunca fue. Igual al Pato lo sigo queriendo”, nos disparó el Loco entre sonrisas (en nota también para El Grafico) que nunca alcanzaron la agresión, aunque las palabras crudas y textuales puedan caer bajo la sospecha de un palazo desafortunado.
En general, siempre supo administrar los tonos el hombre de las 80 primaveras. Los tonos para no avivar el fuego de los enemigos que siempre están aunque uno no los vea. Los tonos para no irse a la banquina, aunque en algunas oportunidades se haya ido. Los tonos de cierta calidez escondida.

Cultivaba muchos silencios el Loco en su etapa de jugador. Explotaba en la cancha. Ahí se ponía el traje de luces. Toda la pilcha, las mechas largas oxigenadas al viento, las medias bajas, las piernas flacas que parecían flamear y quebrarse, el sol estallándole en la cara, los gestos gozosos, el disfrute y su plenitud para escaparle a los que vampirizan una sonrisa en medio de un partido de palo y palo. Fuera de la cancha, parecía difícil sentarlo para un mano a mano. Le escapaba. Huía. No se sentía en su salsa. Dilataba los encuentros. Los postergaba.
Y en tren de postergar cosas, también fue postergando su retiro. Con 44 años marcados en la piel morena del Loco, fue el Pato Pastoriza en su rol de entrenador de Boca quien le paró el carro después de aquel partido del 11 de septiembre de 1988 frente a Deportivo Armenio en la Bombonera, cuando Gatti se comió un gol, aunque ya se venía comiendo varios.
“Hugo, el próximo domingo frente a River no jugás: voy a poner al Mono Navarro Montoya”, le dijo el Pato durante la semana. Gatti no se la bancó como un señorito inglés. Pero adivinaba que no había retorno. Y sabía, además, que el Pato tenía razón, aunque de cara a los medios expresara su malestar porque le habían corrido el arco. Cuando el Pato Pastoriza se fue a descansar aquella madrugada del 2 de agosto de 2004, el Loco lo fue a despedir en el atardecer de ese lunes en la sede de Independiente. “Cómo no iba a venir si el Pato es uno de los pocos tipos que en el fútbol fueron de frente”, aseguró Gatti cuando a la salida le preguntaron por su presencia.
Previo a su hospitalización era un poco más sencillo charlar con el Loco Gatti. Y aunque antes de la partida de Nacha se dividía entre Argentina y España porque allí vive uno de sus hijos y nietos, en algunas ocasiones solía atender los llamados. Y jugar a lo que siempre jugó: opinar sin tibiezas, sin franela, sin miedo y también con la desmesura que lo distinguió o lo empujó a frecuentar algunas opiniones quizás lejanas del sentido común.

“Yo soy así, aunque me larguen algunas puteadas por la calle. No puedo decir una cosa por otra para quedar bien”, repetía mientras hablaba de Pelé, Maradona, Messi (siempre le bajó el precio), Cristiano Ronaldo, Di Stéfano, el Dibu Martínez (al que considera más influyente que Messi en la conquista del Mundial), el Flaco Menotti, Juan Carlos Lorenzo, Renato Cesarini, Osvaldo Zubeldía y de todos los monstruos que lo interpelaban todas las noches desde el recuerdo que también se hace nostalgia.
Del fútbol que jugó, naturalmente, nunca se olvidó. El fútbol, el buen fútbol, tampoco se olvidará de él.