Aquel mediodía del miércoles 25 de noviembre de 2020 cuando Maradona se despidió (en la misma fecha pero cuatro años antes Fidel Castro moría en La Habana), quizás terminó de forjarse lo que la fe poética podría denominar la invulnerabilidad vulnerada. Diego, el hombre que había derribado todos los muros reales e imaginarios, se había ido, aunque la historia que valdrá la pena evocar dirá que nunca se fue. En esta ocasión no había engaño. No había trampa. No había otra oportunidad, como ocurrió en otras circunstancias, Era cierto. Desoladoramente cierto.
El artista más extraordinario que dio el fútbol de todos los tiempos decía sin decirlo que sus seis décadas vividas ya eran suficiente. Como el Che Guevara, Evita y Gardel, su impresionante viaje existencial superó con una holgura inabarcable su gran especialidad. Y reivindicó aquellas memorables palabras pronunciadas por Evita cuando exclamó “Volveré y seré millones”.
¿Quién podría afirmar que Diego fue solo un jugador colosal? ¿Quién podría sostener con argumentos convincentes y razonables que ese jugador colosal se agotó en la genialidad futbolística? ¿Quién podría encerrarlo entre las cuatro paredes del adjetivo que califica su don sobrenatural para jugar a la pelota?
¿Qué fue y qué es Maradona, entonces? ¿Un hombre imperfecto (como todos) que hizo cosas perfectas? ¿Un hombre angelizado cuya gran tarea fue simplificar de manera genial la alta complejidad? ¿Un hombre predestinado a la trascendencia? ¿Un hombre capturado por los duendes y la magia de la creatividad sin fin? ¿O un hombre que supo “construirse a sí mismo” como planteaba el activista político e intelectual marxista Jean Paul Sartre, fallecido en París el 15 de abril de 1980?
¿Qué fue Diego? Sin duda, un producto genuino de su propia construcción. Una construcción que superó, incluso, sus expectativas originales. ¿Pensó cuando era un pibe que podía llegar adonde llegó? ¿A jugar como jugó? ¿A generar lo que generó? ¿A influir como influyó en la aldea global? ¿O sus sueños eran más modestos, más austeros, aunque esas imágenes en un potrero silvestre de Villa Fiorito lo encuentren confesando que su deseo es “salir campeón y jugar el Mundial”?
Jugó en Primera y salió campeón del mundo en mayores y juveniles, más allá de otros títulos, pero la dimensión de esos éxitos quedan empequeñecidos ante el calibre de todo lo que logró irradiar dentro y fuera de las canchas. Lo que despertó. Lo que provocó con y sin la pelota. Lo que dijo. Lo que no se guardó. Lo que no escondió. Lo que arriesgó sin tener necesidad de arriesgar. Lo que enfrentó sin tener necesidad de enfrentar. Lo que perdió cuando tenía todo servido en bandeja para ganar.
Esa celebrada obstinación de Diego de no acomodarse a los vaivenes de la diplomacia política y económica que en muchísimos casos es la diplomacia privilegiada de la clase dominante, tuvo que pagarla sin ninguna posibilidad de reclamo o queja. Son facturas que se pagan o se pagan. Y si no se pagan esa abstracción nefasta que se revela como el sistema, más tarde o más temprano la cobra con intereses y punitorios salvajes y criminales.
Tuvo que afrontarlos Maradona por ser un jugador que no solo jugaba en una cancha. Pretendía jugar en varias a la vez. Y jugó. Frente a rivales inspirados y ante adversarios de saco y corbata tan violentos como mafiosos. No especuló. No estaba en su esencia especular. No se hizo el boludo para atrapar cierta misericordia. Tampoco se dejó arrastrar por los oportunismos y las conveniencias del momento. Ni por las claudicaciones y agachadas tan extendidas y resignificadas en el mapa actual.
Aquella rebeldía espontánea que lo cobijó siempre lo dejó a salvo de otro tipo de naufragios. Aunque episodios de su cotidianeidad que nunca disfrazó ni maquilló lo acercaron al abismo. Y un día cayó. Sin embargo aún en la caída su figura se mantuvo y se mantiene inalterable. Como en las banderas que recogen su testimonio y su obra en los estadios del mundo y en las anchas avenidas que agitan y encienden las marchas populares.
En el sube y baja de la vida y de la muerte, Diego siempre regresa como un visitante que nos interpela. A favor o en contra. Con una nostalgia irremediable o con un olvido que nadie cree por lo premeditado. Porque él reactiva una sustancia que debe conmemorarse expresando una verdad absoluta en tiempos de verdades relativas: el hombre que se fue hace cuatro años sigue estando en todas partes.
Porque continúa viviendo en todas partes. En las calles, en las esquinas, en los bares, en las reuniones, en los trenes, en los colectivos, en los colegios y universidades, en los encuentros musicales, en los estadios, en las bromas, en las alegrías que se disfrutan, en las tristezas y angustias que se filtran en los amaneceres y en los crepúsculos, en las charlas frecuentes entre amigos y enemigos, en las fantasías de cada uno y en los recuerdos de todos, por encima de las heridas que siempre quedan.
¿Quién pudo acompañarlo en esa impresionante travesía de alcance planetario? ¿Quién le sugirió ir por acá o por allá para no exhibir en público sus zonas erróneas? ¿Quién le tiró una soga valiosa y rotunda para rescatarlo de las fiestas inolvidables? La respuesta es tan simple como contundente: nadie. Porque nadie logró volar a esas alturas. Debió experimentar Diego siendo muy pibe el clamor estremecedor de las multitudes y la indulgencia franelera delos obsecuentes que siempre abundan.
Así se armó dejando jirones en cada arranque y en cada pausa que trascendieron la dinámica implacable del fútbol mundial. Ese chico vulnerable de Villa Fiorito terminó desajustando todos los equilibrios formales. No quedó ninguno en pie. El marcó un antes y un después en la lógica del ídolo que nació en el barro, acarició el cielo y regresó a un refugio despojado sin las compañías que en el altar de las victorias estruendosas le prometieron amor eterno.
Afirmar hoy que Maradona ya no está, no deja de ser una ficción sin presente, sin futuro y sobre todo sin realismo. Diego quedó instalado ahí. En la memoria colectiva. En el imaginario popular. En las sombras y en las luces de todas las ciudades y de todos los suburbios. Y en la vida que sigue latiendo.