Misiones, como toda región de frontera, es rica en tipos pintorescos.
Suelen serlo extraordinariamente,
aquellos que a semejanza de las bolas de billar,
han nacido con efecto.
Los desterrados, Horacio Quiroga
Por Leticia Amato (*).- En esta ocasión prescindiremos de las ideas con las que se lo ha descripto habitualmente: selva, locura, tragedia, para encontrarnos, acaso, con otro aspecto del escritor: su obsesión por el oficio. Autóctono aunque uruguayo, popular aunque ignoto en su honda intimidad, prescindiremos, también, del recuerdo de sus relatos más afamados: La gallina degollada; El almohadón de plumas; El hombre muerto; A la deriva; El alambre de púas; etc…, para desde aquí, volver a preguntarnos: ¿Cómo es eso de escribir para Horacio Quiroga?
Sus mejores cuentos son variaciones sobre la condensación extrema de dos historias en una. Esta fórmula aprendida de Poe y Maupassant está en la base del arte de Quiroga. Todo el desarrollo del cuento moderno se liga a la demanda estricta (en términos de síntesis y condensación) de la página literaria de los periódicos, explica Ricardo Piglia en La Argentina en pedazos (1993).
Golpe de efecto y condensación parecen ser los elementos clave de su sistema literario, en el que, a pesar de haber elaborado además dos novelas y una obra de teatro, de lejos y por mucho, se destacan los cuentos y relatos cortos.
La brevedad y el poder de síntesis que empleó Quiroga en sus cuentos mejor logrados fueron cualidades que hubo de forjar por fuerza de la exigencia editorial, porque el espacio que le concedía la revista Caras y Caretas, donde publicó asiduamente desde 1905, era de, apenas, una carilla. Dice el propio Quiroga, no sin cierta cuota de sarcasmo: Todo lo que tenía el cuentista para caracterizar a sus personajes, colocarlos en ambiente, arrancar al lector de su desgano habitual (…), era una sola y estrecha página de la revista. A cuento de la literatura periodística, Pedro Orgambide narra en la extraordinaria biografía Horacio Quiroga (1954): El jefe de redacción de Caras y Caretas exigía a sus colaboradores que desarrollaran sus relatos en 1250 palabras, ni una más, ni una menos. Quiroga, a pesar de calificar tal espacio de “brevísima cárcel de hierro”, decía que tal procedimiento servía de aprendizaje a los jóvenes escritores.
En efecto, Ezequiel Martínez Estrada, antologista y amigo de Quiroga, relata que repetidas veces me expresó Quiroga su admiración, diré devoción, por Poe además que como artista singularísimo, como hombre respetuoso de la santidad de su obra, que consistía en no haber escrito nunca, ni en los días de hambre, palabras innecesarias en sus cuentos para ganar unos centavos más.
A tal punto Quiroga se interesó por el oficio de cuentista que desarrolló y enumeró en el “Decálogo del perfecto cuentista” lo que, en su opinión, conforma las máximas del autor de cuentos: Cree en el maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en dios mismo; no adjetives sin necesidad, inútiles serán cuantas colas adhieras a un sustantivo débil; no escribas bajo el imperio de la emoción, déjala morir y evócala luego; no pienses en tus amigos al escribir…
Horacio Quiroga nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878 y su genealogía indica que fue pariente sanguíneo de Facundo, el legendario caudillo riojano. Conoció París en sus años de juventud, fiel a la tradición de los escritores –o aspirantes a- de la época, experiencia que no satisfizo sus expectativas ni caló positivamente en su espíritu y que contribuyó, seguramente, a que se le aplique el epíteto de “salvaje” -que con el tiempo se encargaría concienzudamente de alimentar-. Las noches en el “Cyrano” muestran a un Quiroga violento y poco sociable, cansado de los cronistas de boulevard, de las mentiras y los juegos de palabras de los poetas de café. No puede soportar las conversaciones brillantes, la pedantería y la estupidez de los hispanoamericanos deslumbrados por París. (Horacio Quiroga, Pedro Orgambide, 1954)
No por casualidad, luego de vivir unos años de manera intermitente entre Buenos Aires y Misiones, y trabajando en la administración pública, mientras el mundo era un polvorín de guerras y hambrunas, Quiroga se recluyó en el monte misionero donde transitó, en austera soledad, gran parte de su vida.
Le explica Quiroga a un amigo en 1917: “Tan acostumbrado estoy a escribir para mí sólo. Esto tiene sus desventajas, pero tiene, en cambio, esta ventaja colosal: que uno hace realmente lo que siente sin la influencia de Juan o Pedro a quienes agradar”.
Sus cuentos pueden catalogarse de terroríficos, fantásticos, hiperrealistas, realistas, incluso los hay infantiles. Sin embargo, el sello de los mejores lo deja esa forma única de contar la soledad de la muerte de los hombres solos, en contextos donde la naturaleza, simple e inexorablemente, se toma revancha.
(*) Periodista. Secretaria de Asuntos Profesionales de la UTPBA e integrante de la Secretaría de la Juventud de la FELAP.