¿Qué significación tiene en la actualidad que cada uno haga la suya? ¿Significa cortarse solo mucho más en la bonanza que en la sutil frontera de las adversidades cotidianas? ¿Significa tener vuelo propio para bancarse con temple y entereza las distintas circunstancias que se nos van presentando en el devenir constante e impredecible de la vida? ¿Significa no ver ni querer ver lo que está al alcance de cualquier mirada más o menos certera, atenta y aplicada? ¿Significa ser una especie de hombre o mujer solitaria que camina por afuera de los intereses auténticos de cada comunidad? ¿Significa transitar por las calles y avenidas con anteojeras y sin ningún equipaje para no detenerse ni reflexionar nunca frente a episodios incontrastables, repudiables y conmovedores?
Hoy no son pocas las evidencias que indican que está muy bien visto y considerado por amplios sectores de la sociedad que cada uno haga la suya en cualquier actividad y en todos los momentos. Como si esta conducta ultraindividualista garantizara de inmediato un registro de plenitud e independencia absoluta. Y como si esa misma conducta también ofreciera como moneda de cambio una libertad legitimada por el sistema (y por los tecnócratas ruinosos del mercado) para enfrentar las tormentas actuales y las inminentes sin otro refugio ni protección que las fortalezas y debilidades propias.
¿Cómo se llegó a glorificar esta trampa infame que incluye el diseño de formas y contenidos que propone el neoliberalismo y las ultraderechas más clásicas o maquilladas con una cosmética de modernidad superadora que no es tal? ¿Cómo se llegó a privilegiar un rumbo tan despojado de apoyos, respaldos y solidaridades mínimas que de manera inevitable conducen a las mayorías populares a un destino de catástrofe imposible de evitar? ¿Cómo se llegó a incorporar que la ausencia total de conexión con aquel que duerme en las calles, recoge migajas del piso o come directamente de las bolsas de residuos es un enemigo del progreso al que hay que sacrificar?
El arribo de la praxis ultraindividualista que prevalece en las sociedades más desarrolladas y en las más sumergidas se construyó y se sigue construyendo, sin pausas, en las usinas alimentadas por la química envenenada del capitalismo. El diseño original promueve la fragmentación y la atomización de las personas, planteando en todos los dispositivos y plataformas disponibles que a mayor soledad, desprotección y desamparo, mayores serán las recompensas y gratificaciones simbólicas y reales a la que cada uno se hará acreedor. Una farsa notable que sin embargo alumbra millones de adhesiones entre las víctimas dispuestas a inmolarse sin saber que se inmolan en el altar del mercado.
Semejante grado de simplificación intelectual necesita para imponer su agenda a sujetos que también cultiven la misma simplificación. O el mismo reduccionismo fatal para sus aspiraciones. Es la vieja teoría reciclada de salvarse solo (en medio del naufragio), tantas veces repetida en la historia y tantas veces expulsada del sentido común por falsa de toda falsedad, reaccionaria, manipuladora y mortal.
En los primeros días de mayo de este año, el ex presidente de Uruguay, José Pepe Mujica abordó con su estilo llano y directo el fenómeno de las burbujas que creen tener autonomía para establecer condiciones. Y afirmó: “Veo chicos de 16 años que se llaman por teléfono por nada y habiendo tanta causa para juntarse no podemos encauzar esta energía”. Y se pregunta Mujica: “¿Estaremos fallando? Es como si tuviéramos un fantástico progreso tecnológico pero a la vez un fantástico retroceso de conducta colectiva y social para juntarnos y defendernos en barra como corresponde”. Finalizó Mujica con una apelación: “No hay solución individual. La salvación siempre es colectiva. Hombro con hombro. Nadie se salva solo”.

Las consideraciones de Mujica por supuesto que no son abstractas ni están contaminadas por un halo de romanticismo insuperable atrapado por la lógica de los tiempos y las nostalgias. Forman parte de la sagrada escritura de la humanidad. Pero hoy están vapuleadas y descalificadas por el rigor y la violencia disciplinaria que irradian las derechas, capaces a favor de su dinámica multiplicadora de neutralizar y subordinar cualquier alteración de su programa de acción.
¿Cuál es el programa invocado? Colonizar el pensamiento de las mayorías, desacreditar, bloquear e incluso censurar bajo amenazas y extorsiones cualquier iniciativa de esclarecimiento y confirmar en todos los escenarios, como si fuese una verdad revelada, que el culto supremo a la individualidad es un viaje directo a la realización personal y al goce instantáneo.
El quiebre planificado de la comunidad es un objetivo permanente de la clase dominante. Siempre lo fue. El quiebre de las organizaciones sociales, sindicales, políticas. El quiebre como fundamento prioritario para separar, diluir, desgastar, dividir, desprestigiar, desalentar y derrumbar cualquier foco activo de resistencia colectiva.
En este plano, la batalla cultural que adopta el capitalismo más salvaje o también el más moderado, es innegociable para su amplísima cadena de intereses: destruir, sin excepciones, la participación colectiva, fomentar la aparición de burbujas que muestren a las audiencias su capacidad para convertirse en los pequeños héroes del sistema y cautivar a todos los actores de reparto que sueñan con ser los abanderados de la patria saturada de emprendedores flotando en el limbo de la precarización.
La patria de unos pocos. Que precisan el silencio, la indiferencia, la ignorancia y la resignación complaciente de millones.